Hacer un trámite para autorizar la salida de menores en la oficina principal de la Dirección General de Migración y Extranjería es toda una experiencia y permite recordar a la Costa Rica de antaño, para mal. Largas filas, listas de requisitos que no coinciden con lo que solicitan las funcionarias, varias horas de espera para un trámite relativamente sencillo y personal escaso, escasísimo durante el periodo de almuerzo.
Por supuesto, los usuarios más avispados llegan bien aprovisionados. A quienes el orgullo nos impide que nos vean comiendo en media fila, a la 1:30 p. m., con hora y media de espera y con la úlcera a punto de sangrar, se nos hace la boca agua al ver al niño que come los restos de un queque de Navidad de buen aspecto, o las picaritas, meneítos y refrescos, de todo lo cual, por cierto, el piso recoge suficiente evidencia, sin que se le limpie con la frecuencia necesaria.
Un guarda bonachón charla con las víctimas para quienes las sillas no alcanzaron, y nos toca, por ende, poner a prueba nuestras extremidades inferiores, aguantando buena parte del tiempo de espera de pie, mientras regresa la funcionaria que estaba almorzando, con la esperanza que venga con las pilas bien cargadas y aligere la atención lentísima de su única compañera. El mismo oficial de seguridad va y viene muchas veces, con preguntas y respuestas, sirviendo de intermediario entre las funcionarias y quienes estamos asustados por ver a los que, siendo ya atendidos, salen corriendo a sacar copias no previstas.
Le toca también abrir y cerrar el portón de acceso a la calle, para las funcionarias que salen a fumar o a almorzar, y ordenar y tranquilizar a la gente ya cansada e inquieta por la larga espera. Mientras esto ocurre, a brincos y a saltos logra comerse una parte de su almuerzo, con seguridad bien frío, pues a él no hay quien lo sustituya.
El personal de atención al público tiene tiempo para conversar por teléfono, para recibir la última piñita de tamales de las fiestas recién pasadas, para explicarle a su compañero de otro departamento que aun no está el café, para atender a una funcionaria, también de otra oficina, quien con papeles en mano ingresa a preguntar por el trámite que le toca hacer a algún amigo o pariente que se cansó de la espera franciscana y recurrió a sus influencias y, en general, para aclarar dudas a cuanta persona se le ocurre introducirse a la oficina, e interrumpir la atención del usuario de turno. Conste que, una vez que uno logra alcanzar la meta añorada, las doñitas son simpáticas, lo atienden a uno de buena manera, sacan las copias que no se llevaban y hasta están dispuestas a compartir anécdotas de tiempos idos.
A nadie parece preocuparle la gran cantidad de horas perdidas en este trámite, decenas de miles en un año, si se multiplican por los usuarios que por ahí pasan, o las dificultades para quienes solicitamos permiso o nos escapamos durante la hora de almuerzo, ingenuamente creyendo que en dos horitas estaríamos de sobra de regreso y tendremos luego que justificar el haber llegado tarde. ¿Por qué la subcontratación de servicios que ya se aplica con los trámites de pasaporte, y que parece operar bien, no se utiliza en otros procesos de la institución?
Al final, si bien no hubo evidencia de la ingesta de papaya por parte de ninguna funcionaria, lamentablemente se confirma que la representación que aparece en la excelente película El Regreso, en general es copia fiel de lo que aún ocurre en la Dirección General de Migración y Extranjería de Costa Rica.