No intento sumar una opinión más al controvertido proyecto arquitectónico de la Asamblea Legislativa. Esto se encuentra ya a las puertas de una mala o buena decisión, y nada de lo que se agregue ahora, cambiará el curso de los acontecimientos.
Lo que nos ha dejado como enseñanza este debate es la fragilidad del argumento que esgrimieron los que descalificaron la opinión del titular de Cultura, al tratarla de “subjetiva”.
Desde tiempos inmemoriales, lo objetivo y lo subjetivo se han enfrentado en diversas circunstancias y, siempre, lo subjetivo ha llevado las de perder. Esto se debe a que se supone que los hechos objetivos son probados, mientras que las experiencias subjetivas son dudosas.
En el caso de este proyecto, el anterior ministro de Cultura y los funcionarios de Patrimonio Nacional, por su formación profesional, saben que el edificio es invasivo y, por lo tanto, inadecuado como solución. Su opinión es objetiva porque tienen probados conocimientos sobre el tema. En cambio, aquellos señores que proponen una reforma legislativa porque les cae mal una ley, no son expertos en asuntos patrimoniales ni tienen en cuenta el respeto por lo urbano. Sus opiniones, no basadas en el saber, se convierten en afirmaciones subjetivas. A esta confusión, entre lo objetivo y subjetivo, se suma el inexplicable olvido de recabar a tiempo la opinión formal de quien, por ley, debía emitir su criterio, que acabó por anular todo lo actuado.
Habrá que ver ahora si la nueva titular de Cultura puede, o no, anular la decisión de su antecesor mediante un poco elegante recurso de revisión que resolvería el asunto. Las presiones de distintos sectores, comprometidos con el edificio, convertirían este posible trámite administrativo en un gesto ni objetivo ni subjetivo, sino en un feo acto compulsivo.