Que el cine sea un arte realista no es discutible: la cámara filma superficies, materia. Esto no quiere decir que la subjetividad humana quede fuera del cuadro.
Allá por los 30, dadaístas y surrealistas, la vanguardia del siglo pasado, intentaron convertir al inconsciente en el protagonista de sus películas, iniciando así un camino inesperado, único.
La experiencia más resonante y que no ha sido agotada fue la cinta de dos españoles que revolucionaron París: Luis Buñuel y Salvador Dalí. Se titula Un perro andaluz , todo un cataclismo de celuloide que recorrió el mundo, desató polémicas y, por encima de lo anecdótico, mostró las garras del medio “cineístico” y por primera vez, aunque la crítica no lo reconociera de modo abierto, logró efectos en la pantalla que los “efectos especiales” de hoy parecen a su lado un jugueteo apenas tecnológico. Escribe Henry Miller que, cuando entró a la sala a oscuras, en un cine parisino, de golpe empezó a verse a sí mismo, a sentir sus impulsos profundos reflejados por la imagen como una respuesta ovárica de sus inquietudes. “¡Es un nuevo mundo!”, exclamó el novelista en Trópico de Capricornio , electrocutado por la densidad y transparencia que lo invadía.
¡Qué distinto al mundo de Hollywood ahora, ¿no?, hecho de sujetos planos, epidermis pura y fuegos de artificio!