Thor, el dios trueno de la mitología nórdica y germánica, reapareció en las inmediaciones del Parque Metropolitano La Sabana y, en vez del martillo de guerra, lo hace ataviado del mazo que golpea gubias y cinceles, para regalarnos una de las más hermosas exposiciones que hayamos presenciado en suelo nacional.
El maestro Néstor Zeledón Venegas abandonó su guarida para darnos un inapreciable regalo navideño. Durante más de 10 años permaneció recluido en el taller y hoy los majestuosos salones del Museo de Arte Costarricense se engalanan con su obra que sobrecoge, conmueve, golpea, cuestiona, pero, ante todo, lo reafirma como el gran maestro de la escultura, de la talla, del dibujo. Su voz emerge firme y contundente de cada una de sus obras.
El guanacaste, cenízaro, pochote, cedro, melina, alzan su voz en una hermosa sinfonía que incluye el bronce, la plumilla, el hierro, el carboncillo, la tiza pastel, el grafito, para regalarnos las más conmovedora sinfonía, donde el grito desgarrador es un arpegio más de la hermosa melodía que invade y estremece los sentidos.
“Pasión Escultórica”, como se denomina la exposición bajo la curaduría de María Enriqueta Guardia Iglesias, nos muestra en todo su esplendor al mentor de generaciones de artistas, reconocido en el ámbito nacional con los premios Aquileo J. Echeverría y el Nacional de Cultura Magón.
La forma voluptuosa de alguna de sus mujeres se confronta con el costillar expuesto del niño muerto en los regazos de una madre que lanza el grito lastimero hacia la eternidad. Es su interpretación de La Piedad a la tica, representada por una mujer de pechos flácidos y enormes pies descalzos curtidos en el camino del dolor y la desesperanza.
Transformados.
El enorme Cristo de metal forjado nos habla desde su cruz imaginaria, nos lacera con su mirada, nos conmueve con su gesto donde se entremezclan el amor y el perdón, nos reta, nos conmina, especialmente en estos tiempos donde su voz se ahoga ante el grito estridente de los mercaderes del templo.
Qué decir del barraco tallado en cedro, ahí tirado en el suelo: nos evoca las casonas despintadas de la bajura guanacasteca, el chicheme, la cuajada, los corredores donde los sabaneros curtidos por el sol tienen la marca indeleble de la explotación estampada en sus espaldas cobrizas y coyundosas.
“El Canelo”, zaguate de orejas gachas, humilde, fiel, compañero, amigo, confidente, alimentado posiblemente con el suero de la poca leche de vacas que pastan en potreros áridos: sus ojos tristes invitan a la palmada en su cabeza desnutrida y en sus costillas apenas disimuladas por la fina tela de su piel a punto de romperse.
NesThor Zeledón salió de su claustro voluntario. El trueno de su voz mitológica resuena en el viejo aeropuerto internacional de La Sabana. Es tiempo de acercarnos a su oráculo y, al dejar atrás su muestra, saldremos dulcemente transformados.