Como bien lo interpreta el destacado teólogo europeo Aurelio Fernández, los evangelios no son un estudio metódico o teórico acerca de las verdades esenciales de la fe. No son teoría. En tanto proclaman un mensaje, tampoco son estrictamente un libro de historia. Tampoco son libros biográficos en sentido técnico. Ni es su objetivo relatar con una cronicidad detallada la vida del Cristo.
Sin ser periodista, pero tal vez por la velada admiración que guardo hacia el oficio del periodismo, me atrevería a concluir que, esencialmente, los evangelios son –en sentido práctico– un ejercicio y una obra periodística. Ejercicio que se propuso describir el itinerario vital que siguieron aquellos que fueron testigos de la vida del Mesías y que, al tenor de los acontecimientos que les correspondió vivir, concluyeron que Jesucristo era el hijo de Dios.
En principio, no era posible hallar abolengo en la persona de Jesús. ¿De Nazareth podía salir algo bueno? (Juan 1:46). Su irrelevante condición social lo condenaba a ser visto por la cultura de entonces simplemente como el hijo de José el carpintero, y de María. ¿Qué sucedió en la vida de aquellos que le conocieron y le siguieron, al punto de llegar a convencerse de que “¡ciertamente Tú eres el Hijo de Dios!” (Mt 14:33)? Pues bien, de conformidad con lo que los evangelios refieren, quienes siguieron a Jesús fueron cambiando de criterio a la luz de lo que iban viendo. Más que de la dignidad y majestad inherentes que reflejaba su personalidad, los evangelios dan noticia acerca de la maravilla de las obras que hacía: “… a los sordos hace oír y a los mudos hablar” (Mc 7:37).
En síntesis, como buen matutino periodístico, lo que el Evangelio anuncia es que los coetáneos de Jesús llegaron al convencimiento de su naturaleza divina porque vieron. En los evangelios, la palabra “ver” es el verbo contundente de importancia capital. Por eso aparece más de 200 veces en el libro de San Juan y 100 en el de Mateo. Es el verbo constante al que los protagonistas apelan: “Lo que hemos visto con nuestros ojos… eso es lo que os anunciamos” (Jn 1:1-3). No vamos a encontrar en los evangelios un encabezado que pontifique acerca de las pruebas de la divinidad de Jesús, ni frase alguna que presente al Nazareno como un teólogo que enseñe conjeturas acerca de Dios.
Sus autores tampoco son historiadores, pero, a criterio de algunos muy destacados, como el alemán Hans Campenhausen, los relatos cumplen con todos los requisitos de confiabilidad histórica que se le pueden pedir a un texto tal, y la obra es del mismo género narrativo de los contemporáneos que relataron la vida de otros personajes como Tácito o Plutarco. Cuales buenos periodistas –sin detenerse en rasgos psicológicos, con un estilo ponderado, con una narración concisa de los hechos y de los discursos, ajena a encomios desproporcionados–, simplemente se esfuerzan en ser veraces en aquello que deben anunciar. Así garantizan la veracidad de lo narrado. En los textos no encontramos definiciones teóricas, solo el firme mensaje de que el Creador es un Padre que tiene un proyecto de salvación para el mundo.
En síntesis, son escritos cuyo objetivo es dar noticia fiel de la persona de Jesús, y de su mensaje. Son la proclama de lo que significó la irrupción de Cristo en la escena de la Palestina bajo jurisdicción romana, una irrupción que dividió la historia en dos.
En la temporada en que celebramos el nacimiento del Señor de la verdad evangélica, reafirmar la naturaleza esencialmente informativa de las crónicas más importantes de la cultura humana representa un recordatorio acerca de la vital importancia de que la verdad sea el norte indiscutible en la ética profesional del periodista. Más que por la destreza técnica que pueda esgrimir en su labor un buen cronista, o más que por la vasta cultura que pueda reflejar al momento en que escruta a sus entrevistados, el verdadero señorío de tales profesionales estará determinado por lo valientes y lo celosos que sean frente a la verdad hallada.
La sangre de mártires como el colombiano Guillermo Cano, el nicaragüense Pedro J. Chamorro o el dominicano Gregorio García Castro le deben recordar al periodista de excelencia, de forma constante, esa su grave responsabilidad.
Giles Lipovetsky definió lo que estamos viviendo como una era de vacíos. Por antonomasia, toda cultura decae cuando su tensión espiritual se relaja. Son etapas en el desarrollo humano en las que la inteligencia espiritual se atrofia cuando las sociedades se sumen en una parálisis vital. En la práctica, se trata de un nihilismo en el que todos los ideales y valores se pretenden destruir. Es una anemia de sentido existencial y una ausencia de horizontes. Aún peor: etapas en las que parece existir un atractivo por lo vulgar. Ante ese escenario, se agiganta el desafío que enfrenta el buen cronista. Porque el periodismo es la última frontera ética de los pueblos. Cuando el germen del despotismo invade las instituciones, y los controles constitucionales desaparecen ante la mano tenebrosa de la opresión, solo queda la palabra publicada. El último vestigio de la dignidad de la cultura es la denuncia vigorosa del periodista valiente.
En el rescate de los pueblos, la historia moderna es prolífica en ejemplos acerca de la importancia vital de la crónica valerosa: el diario El Espectador frente al cáncer siniestro del narcotráfico, o La Prensa frente a las botas opresoras que desde siempre han asolado a Nicaragua. Es la razón por la que, en los regímenes totalitarios, la prensa independiente es proscrita absolutamente. Cuando las tinieblas se ensañan contra la sociedad, el reducto del último acervo de luz espiritual es la voz de un periodista valiente.
Así, pues, en esta época en que conmemoramos tan importante efeméride espiritual, es pertinente recordar esa coincidencia entre la luz del espíritu y la del periodismo. Hermandad vital para la subsistencia de la dignidad de las naciones y de su cultura.