La confianza es el alma de la sociedad, su cimiento, el principio que sustenta su arquitectura. Sistemas financieros, comunicaciones, pactos políticos, estructuras familiares, la noción misma de Estado… nada sería concebible sin eso que llamamos “confianza”.
Confianza. Confianza es tener fe. Deposito mi dinero en un banco, hago acto de fe en que no seré estafado. Elijo a un presidente, hago acto de fe en que ejercerá su cargo eficazmente. Toco a la puerta de un vecino, hago acto de fe en que no me recibirá con un pistoletazo. Fundo una familia, hago acto de fe en que con ello contribuiré al bienestar del mundo. Nadie puede vivir sin fe. Es el músculo del alma. Aun quienes dicen no tener fe en nada, profesan una fe negativa (“tengo fe en que no tengo fe”). El ser humano está condenado a creer.
En el ámbito económico, la fe opera implícita en el campo léxico de que se sirve. “Tener crédito” –la tarjeta funge como un sustituto simbólico del efectivo– significa: “la sociedad cree en mí, y confía en que este rectángulo de plástico está respaldado por un contenido económico real”. Etimológicamente, las palabras “fideicomiso” y “fiduciario” tienen como raíz común el vocablo latino fides : fe. Fideicomiso: fides-comissus : una comisión de fe y confianza. “Fiduciario”: adjetivo derivado de fiducia, es decir, confianza recíproca entre el fiduciante y el fiduciario, ya contemplada en el derecho romano. La democracia misma es la expresión de un acto de fe: el pueblo elige a un gobernante, asumiendo que este administrará la res publica con aptitud y honestidad.
La fe es el basamento del contrato social de Rousseau. Renunciamos a nuestra libertad natural (la capacidad –que ciertamente tenemos– de darle un porrazo al vecino el día en que nos levantemos de mal humor) para conquistar nuestra libertad civil (no tener que padecer idéntica suerte, el día en que él sea el malhumorado).
Ahora, un poco de acrobacia: saltemos sin garrocha a un ámbito –en apariencia– ajeno a nuestro tema. El fútbol nace en Londres, alrededor de 1862. Es un deporte de aristócratas, regido por el código del honor y la caballerosidad. La falta penal está ya contemplada en los estatutos de Cambridge. Pero ¿cuál era la práctica cultivada durante la infancia de nuestro noble deporte? Uno: los jugadores se abstenían de cometer infracciones en el área, por considerarlo deshonroso. Dos: si se producía una inevitable fricción que ameritaba el cobro desde los 11 metros, el encargado de ejecutarlo volaba el balón deliberadamente: ¡era considerado un gol indigno, ultrajante, un gol sin mérito! Como decía Corneille: “Triunfar sin peligro es triunfar sin gloria”.
Hoy en día, los jugadores se muerden (¿no es cierto, Suárez?), insultan, fracturan, empujan y degüellan sin que la noción de honor sea siquiera invocada. Y, por supuesto, el ávido cobrador de la falta va a hacer todo cuanto sea posible por anotar el gol.
Honor obsolescente. ¿Ha caído el honor en la obsolescencia, en tanto que valor articular de la sociedad? Deporte sobre-reglamentado, finanzas públicas y privadas sobre-reglamentadas, relaciones intra-familiares sobre-reglamentadas, vínculos pedagógicos sobre-reglamentados, tránsito vial sobre-reglamentado… Mundo de policías, mundo permanentemente fiscalizado, mundo punitivo: Vigilar y castigar, de Foucault. La ley asume un cariz cada vez menos prescriptivo: ahora se convierte en un feroz sistema de interdicciones. Por doquier brotan –maligno tumor capaz de generar peligrosísimas metástasis sociales– los sistemas de inteligencia política y cibernética, amparados al pretexto de que “es imperativo proteger al Estado”… Sí, sí, cómo no: con esa misma tonadita nacieron la CIA, la KGB y la Gestapo.
La sanción comienza a ser necesaria justamente en la medida en que el honor se hace obsolescente. Castigo y honor son nociones antinómicas, “cantidades” correlativas: la primera aumenta exactamente por cuanto la segunda decrece. Una sociedad policial, represiva y panóptica es una sociedad que ya no cree en sí misma, que se asume como una mera aglutinación de rufianes, y se protege contra los glóbulos que la fagocitan desde dentro. Nadie le aplicaría quimioterapia a un organismo que no estuviese ya colonizado por el cáncer.
En el peor lugar. ¿Dónde está Costa Rica, a todo esto? En el peor lugar imaginable. Los costarricenses ostentamos desalentadores índices de confianza –el factor de cohesión social más importante que sea dable concebir–. No creemos en nuestros políticos, no creemos en nuestros banqueros, no creemos en el pulpero de la esquina, no creemos en nuestros munícipes o diputados, ¡no creemos siquiera en nuestros vecinos! Es un parámetro científicamente mensurable, que ha sido estudiado y profusamente documentado. Un costarricense ve a un compatriota y asume, prima facie, que es un rufián. Su actitud es de inmediata suspicacia, de desconfianza profunda, raigal. Será juzgado ominoso y potencialmente letal, hasta que pruebe lo contrario. Muchas veces he tenido que enfrentar la evidencia de estas bochornosas estadísticas, sin encontrar la manera adecuada de blanquear y adecentar una imagen ya perfectamente consolidada ante el mundo.
Los políticos gargarizan con las virtudes patrias del “pura vida”, la “hospitalidad tica”, la “seguridad del visitante”, y, por otra parte, no cesan de reforzar las medidas de orden punitivo. ¿Serían necesarios tales dispositivos en un país auténticamente diáfano? El músculo simbólico de la ley –y a fortiori , lo que los estadounidenses llaman law enforcement – deviene imprescindible solo cuando se vive en una jungla plagada de depredadores, en la intemperie del estado de natura, y cada hombre acecha a su prójimo para saltarle a la yugular.
De nuevo: al rigorismo de las sanciones y la paranoia de los sistemas de inteligencia corresponde, en una estricta relación de inversa proporcionalidad, la anemia –y, eventualmente, la muerte– de las nociones de honor y honestidad.
Costa Rica no confía. Su “contrato social” está gravemente enfermo. No reposa en la confianza ( con-fides : con fe). No creemos en nosotros mismos, no creemos en nadie, no creemos en otra cosa que en la necesidad de vigilarnos y amarrarnos las manos a fin de no robar. Larry Talbot, el hombre lobo que, consciente de su metamórfica maldición de licántropo, se hacía encerrar durante las noches de luna, a fin de no hacerle daño a nadie. Peor que triste: profundamente trágico y, quizás, irreversible.