Quienes dedicamos nuestras vidas al servicio de instituciones públicas, especialmente las educativas como la Universidad de Costa Rica, tenemos la ineludible responsabilidad de ejercer dando el ejemplo, tanto en las aulas como en la vida privada.
En el caso del nombramiento de una hija del rector de la UCR en una plaza sufragada con partidas del presupuesto de la Rectoría y refrendada con su firma, no luce ni elegante ni ético y, menos, ejemplarizante.
Ese mecanismo puede que se practique –sin que sea justificable– en instituciones de carácter político en las que influencias –no precisamente edificantes– son, desafortunadamente para toda la sociedad, cosa rutinaria.
Como para opinar en este campo se debe tener autoridad moral y ostentar una trayectoria que la justifique, me permito indicar, con unos pocos ejemplos, en más de tres décadas de vida exclusiva para la UCR, que nunca tuve una sola ausencia, ni llegué tarde a mis labores y, por el contrario, al presentarme en el aula, el primer día de lecciones, lo hacía quince minutos antes del inicio oficial (7 a. m.), y si bien cerraba la puerta, los continuos llamados de los que llegaban tarde interrumpían constantemente la exposición.
Al finalizar esa primera lección advertía lo siguiente: que si el profesor daba el ejemplo cumpliendo con el horario, tenía la suficiente autoridad para demandar de los alumnos lo propio. Resultado: la asistencia cumplida se logró y el ejemplo educó.
Trato equitativo. Siendo director de una cátedra que ofrecía cursos de servicio básico a varias facultades, se me indicó, al final del curso, que uno de mis hijos lo perdería por unas pocas centésimas y que deseaban que yo revisara el examen final.
Me rehusé respondiendo que en las aulas mi hijo era un alumno más, sin privilegios de ninguna clase, aunque fuera del aula seguía siendo mi hijo.
Esto me permitió, años después, rechazar la inmoral petición del decano de mi Facultad, quien me exigía que debía pasar a su hijo cuya nota final era 3,15. Ignoro qué aconteció luego, pero las actas consignaron oficialmente la pérdida del curso.
Al ser elegido decano de la Facultad de Ciencias y Letras en el año 1975, me apersoné al Decanato ignorando quién era el personal de planta. Únicamente asistió puntualmente una secretaria de nombre Georgina. Asumí que era todo el personal, aunque, al consultarle, me dijo que eran tres, pero que una de ellas nunca llegaba y se ocultaba en el paraninfo de la Facultad esperando que transcurrieran las horas para irse a su casa. Había una tercera señorita que se presentó casi a las 11 a. m.
Decidí reunirlas para advertirles que si yo llegaba a las 7 a. m. esperaba que hicieran lo mismo. Aproveché para indicarle a la fugitiva del paraninfo que el Decanato no requería sus servicios y por ende tramitaría el despido. Entiendo que la trasladaron a otra plaza.
La tercera secretaria alegó que tenía permiso del anterior decano para entrar a discreción. La Oficina de Personal respondió, por teléfono, que ya tenía un derecho adquirido y no se le podía variar. Realmente el Decanato podía ser atendido por una sola secretaria.
Ahorro institucional. Después de año y medio en el Decanato, fui elegido, por votación universal de la comunidad universitaria, al Consejo Universitario. Al iniciarse mi segundo año, fui elegido –por un voto de diferencia– para presidir el más alto organismo, aunque posteriormente fui reelegido por unanimidad los dos años siguientes.
Varias cosas cambiaron radicalmente bajo mi presidencia: las reuniones ya no serían a las 10 u 11 a. m., sino a las 7, hora oficial de labores de la institución. Finalmente, logré aprobación del Consejo para iniciar sesiones a las 8 a. m. con lo cual se eliminaron el café y los almuerzos sufragados presupuestariamente, pues las sesiones concluían entre 10:30 a 11:30 a. m.
El único aumento de salario aprobado en mi periodo no fue aplicado a los integrantes del Consejo por considerarnos jueces y parte de la decisión. Me quedan varias asuntos de índole similar en la agenda, aunque, como muestra, lo anterior es suficiente para demostrar que se puede actuar dentro de un marco de honesta responsabilidad que sea inspirador para el resto de la comunidad universitaria. Durante el segundo Congreso Panamericano de Micología, celebrado en junio del 2012, en el campus de la UCR, fui invitado a dictar la primera charla magistral.
Al final de mi exposición anoté que los retos y logros de la revolución científica, tecnológica y cultural era indudables e imparables, pero que el mundo necesitaba, paralelamente y con urgencia, una revolución similar en el campo de la ética y la moral o, de lo contrario, tendría que soportar los continuos actos de corrupción que a diario y a escala mundial leemos o escuchamos en los diversos medios de información.
El autor es biólogo, exdecano de la Facultad de Ciencias y expresidente del Consejo Universitario de la UCR.