Uno de los logros más significativos del siglo XX fue el reconocimiento, por parte de muchos Estados del mundo, de la importancia del marco de los derechos humanos para definir las posiciones ético-políticas con las que debían enfrentarse los grandes problemas y desafíos de las sociedades. Una perspectiva basada en los principios de los derechos humanos es la que reconoce que todos los seres humanos son iguales frente a la ley y que no deberían ser discriminados en razón de su género, su clase social, su edad, su pertenencia étnica o su orientación sexual, entre otras categorías.
Si bien en los últimos años en Costa Rica han tenido lugar candentes debates alrededor de los derechos de las personas homosexuales –llegando incluso a ponerse en cuestión su categoría de ciudadanos plenos y hasta su misma pertenencia al género humano–, la verdad es que la orientación sexual es simplemente una de las múltiples variaciones de la experiencia humana. A pesar de las voces altisonantes que hablan desde concepciones religiosas y morales ultraconservadoras, la homosexualidad no es una aberración, no es una enfermedad y no es una desviación: es solamente una característica más en la amplia diversidad de los seres humanos.
Exclusión arbitraria. Aunque ciudadanos y ciudadanas, votantes, contribuyentes al fisco, etc., las personas homosexuales sí tienen una condición particular: son integrantes de una minoría por su orientación sexual, al igual que hay integrantes de minorías por su pertenencia étnica o cultural. En el marco de los derechos humanos, el no reconocimiento de los derechos de una minoría, y el silenciamiento de sus posiciones y necesidades es un hecho arbitrario y totalmente discriminatorio. En ese sentido, la negación de derechos a cualquier grupo humano, por alguna de sus características particulares, atenta contra el principio de igualdad y es un acto que ha propiciado grandes injusticias en la historia de la humanidad. De eso damos testimonio las mujeres, los pueblos indígenas, las poblaciones afrodescendientes y las personas con discapacidad, entre otras.
Momentos como este, en los que un grupo históricamente discriminado aparece reclamando sus derechos –como es el caso de la población homosexual que demanda su derecho a establecer uniones civiles legalmente reconocidas– hacen aflorar las imperfecciones de la democracia y pueden constituirse en una oportunidad para la construcción de una sociedad más incluyente y respetuosa.
Este es un momento de gran importancia para el país. Aquí se decidirá si el miedo a la diferencia, los prejuicios y la ficción política de la homogeneidad, exacerbadas por concepciones religiosas retrógradas, serán las que determinen la configuración de la sociedad costarricense de las próximas décadas, o, si por el contrario, se amplía la democracia para dar cabida a las demandas de un grupo minoritario que tiene todas las obligaciones y deberes inherentes a la ciudadanía, pero no todos los derechos.
Y esta no es una coyuntura menor. A la hora de tomar posición sobre este asunto vale la pena recordar que la historia no es generosa con las personas y grupos que discriminan abiertamente a las minorías. Los que así actúan generalmente son recordados como intolerantes, autoritarios, cerrados de mente y avasalladores de los derechos de los grupos vulnerables y oprimidos.
Coherencia. Por eso, ahora que el país ocupa una silla en la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, se debería actuar en consecuencia, y desde todas las instancias estatales pertinentes promover el reconocimiento de las uniones o matrimonios civiles de personas del mismo sexo. La posibilidad de realizar estas uniones, entendidas como el reconocimiento ante la ley de una relación que involucra a dos personas adultas, con capacidad de consentimiento, debe ser vista como un derecho y no como un privilegio.
Contrario a las voces alarmistas que, queriendo provocar un pánico moral, pronostican una debacle social, una medida de esta naturaleza lo que haría es fortalecer la pluralidad y garantizar el respeto a la diferencia, elementos centrales de la convivencia democrática. Como lo demuestran los países donde se han aprobado iniciativas similares, ni las personas heterosexuales ni la familia tradicional se han visto afectadas por estos cambios. Lo que sí ha ocurrido es que se han creado condiciones para que en un mundo que se caracteriza por la incertidumbre, las personas que no calzan en el reducido molde de la heteronormatividad pueden tener un poco más de tranquilidad, estabilidad y seguridad. En resumen, para que puedan vivir, sin distingos de ninguna naturaleza, con toda la gama de derechos de los que goza el resto de la población.