Querer olvidar la historia es algo absurdo porque el pasado no solo es portador de sabiduría, sino que también es semilla de novedad y actualización cuando su comprensión nos permite reconocer nuestros límites y posibilidades.
La supresión de la memoria es una manifestación del ansia de dominio. Hoy, lamentablemente, querer que las personas olviden no se encuentra lejos de muchas opciones políticas o religiosas de nuestros días.
La memoria de lo acontecido no solo es vital para mantener el pensamiento creativo y propositivo; es una parte esencial del ser humano y tan antigua como el surgimiento de las primeras culturas.
Recordar e interpretar el pasado es lo que define la madurez de un pueblo. No importa que estas interpretaciones sean divergentes porque la discusión crítica sobre el pasado nos purifica de las insolentes pretensiones de hegemonía ideológica, fundada sobre pretendidos valores “rescatados” o declarados “nuevos”, que envician la consciencia colectiva en su recepción acrítica, porque su popularidad se impone a la racionalidad con una inmediatez pasmosa. La memoria crítica nos ayuda a ser libres.
Tradición y adoctrinamiento. Ser libre, por otro lado, implica ser capaces de reflexionar sobre los valores que la experiencia vivida ha puesto en el crisol para reconsiderar su validez actual, profundizar su razón de ser y definir nuevas rutas para su puesta en práctica.
La diferencia entre tradición y adoctrinamiento estriba en que la primera puede ser objeto de crítica constructiva, de crecimiento humano y de creación de nuevas propuestas de pensamiento; el adoctrinamiento es la negación de toda posibilidad de libre pensamiento porque esclaviza en ideas preconcebidas sobre la historia y la realidad en la que se vive.
Quien se pretende conocedor de la verdad absoluta no quiere ser descubierto en sus fragilidades conceptuales o emocionales, ni mucho menos dejarse encuadrar en procesos históricos que relativizarían sus posiciones o manifestar sus verdaderas intenciones o intereses.
La versión del dominador siempre será publicitada como una “verdad” neutra, libre de todo compromiso (aunque en realidad pretenda el compromiso reductor de todos los demás), sublime por objetiva y portadora de beneficios para todos. Pero esta pretensión es una máscara porque implica necesariamente la obligación de aceptarla sin más, sin oportunidad para evaluar su validez.
En la historia del pensamiento occidental se ha tenido la tentación de conseguir el momento del juicio definitivo, de la comprensión teórica que dé cuenta de cada fenómeno de la realidad.
No sirvieron las advertencias de Marx, quien mantenía que la teoría sobre lo social tenía que ser sometida a la crítica desde la praxis política y redefinirse continuamente: todavía se mantiene el anhelo por un pensamiento autosuficiente, no necesitado de la alteridad o de la oposición.
Hoy, en la posmodernidad, esa pretensión se desvanece en el ámbito de la academia como un eslogan ideológico, pero no en el anhelo político.
No hablamos, sin embargo, del ámbito meramente partidario o de la lucha por alcanzar el poder político, sino de todo espacio en donde influir a otros se vuelve una prioridad: el familiar, el empresarial, el de las amistades o el religioso. Es decir, cuando nuestro interés es persuadir a los otros para que acepten nuestros puntos de vista, siempre y necesariamente promovemos la adhesión o separación de los individuos de algún grupo, institución, movimiento social o posición ideológica. Y si usamos un lenguaje apodíctico, eso implica que pretendemos presentar a los demás una verdad que sea universalmente válida y que no puede ser puesta en discusión.
Interpretación. Si lo anterior es cierto, entonces, nuestra pretensión con este texto es política. No hay duda de ello, de lo contrario no escribiríamos. Pero reconocerlo permite a cualquier persona juzgar si nuestras motivaciones son válidas, perentorias, ambiguas, significativas o, bien, insulsas, parciales, interesadas, irresolutivas o banales.
En otras palabras, decir que una posición es una opinión implica aceptar de hecho que existen otras opiniones y, por tanto, es una toma de posición para abrirse al diálogo. Pero cuando nuestras miras se centran solo en un punto de ataque y nuestras “armas” pretenden ser resolutivas, nos cerramos a cualquier tipo de interacción.
He aquí el meollo del problema histórico en sentido político: describir la historia significa interpretarla, aplicarla y proponerla como fundamento de una posición política.
Si estamos abiertos a redefinir nuestra posición política conforme la crítica histórica nos ayude a clarificar la compresión de un hecho, entonces el proceso es dinámico y enriquecedor.
Si, por el contrario, nos concentramos en hacer prevalecer la posición política, todo deviene ideológico, porque la objetividad de la crítica histórica se tergiversa en afirmaciones cliché que se proponen como verdades probadas.
¿Cómo descubrir un discurso ideológico cuando se propone como rescate de la historia, como un verdadero esfuerzo interpretativo de los hechos del pasado? La primera cosa por preguntarse es cuál es la praxis política que sostiene ese discurso.
Luego sigue determinar si los que sostienen esa posición son lo suficientemente honestos para declarar sus intenciones y motivaciones, y explican cuál ha sido su forma de acercamiento al problema en cuestión. Si estas cosas no están claras, entonces, es necesario deducirlas de los argumentos.
Después de esto, sigue considerar si los pasos metodológicos son coherentes con la naturaleza del problema histórico y, por último, tratar de elucidar si las conclusiones son probadas a partir del método usado.
Del análisis de la coherencia entre método y conclusión, debe seguir la pregunta si la lectura de la historia es lo suficientemente amplia como para sugerirse una interpretación de un período histórico o si solo debe considerarse como una pieza singular dentro de un conjunto mucho más amplio de hechos.
Y, por último, el crítico debería brindar su opinión respecto a la propuesta de interpretación histórica.
Juicio crítico. Está claro que nos colocamos en el papel de aquel que recibe una determinada interpretación y se vuelve un observador atento de aquello que le es propuesto.
No hablamos de los pasos metodológicos de quien hace la interpretación porque nos adentraríamos en otros problemas. Pero consideramos estas reflexiones importantes porque hoy en día abundan sentencias fácilmente “vendibles” y extensamente publicitadas, que son insuficientemente objetivas, al mismo tiempo que se desdeñan con demasiada ligereza interpretaciones objetivas por no corresponder a posiciones políticas particulares.
En esta fascinante era, donde las comunicaciones entre los seres humanos se hacen visibles por doquier, es necesario crecer en el juicio crítico. De lo contrario, lo opinable puede convertirse en verdad y lo que es verdadero (por ser constatable, probable, crítico y serio) termine por ser desechado como basura porque no es “aceptable” por nuestra crasa ignorancia y conveniencia interesada.
El autor es franciscano conventual.