“Guido el malo” es como José Figueres se refería al director de La Nación, Guido Fernández. Fernández, por su parte, realizaba una crítica feroz del gobierno de Figueres (en palabras del periodista, desde el medio practicaba “un antiliberacionismo tajante”). La animadversión era mutua.
Otro Guido, Sáenz, era amigo de los dos y los admiraba a ambos. Estaba convencido de que si se sentaban a conversar cara a cara, cambiarían sus percepciones negativas sobre el otro. Los convenció de hacerlo… ¡pero en televisión!
Fue en canal 6 y, como era de esperarse, su noble propósito se frustró. A Figueres le molestó que Fernández, más tenso, llegara armado de estadísticas para sustentar sus tesis (“¡a mí con grafiquitos y numeritos!”, protestó). Luego intentó suplir lo improvisado de su participación sacando provecho de su estilo llano, incluida una “salida” chistosa que combinaba sutilmente reconocimiento con desprecio.
Cada uno entusiasmó a sus seguidores. Ninguno convenció al contrario. Don Guido Sáenz fue y es un lujo de hombre público en Costa Rica, pero en ese intento de conciliación no estuvo acertado.
Saltemos de los años setenta a los ochenta. Guatemala, hotel Camino Real. La “imposible” reunión de los cinco presidentes para alcanzar un acuerdo “imposible” empieza a las 3:30 p. m. Son las 8:30 p. m. y solo hay desacuerdos. Más tarde se inicia la cena. Cada presidente está en una mesa separada con su equipo.
Cuando todavía faltan cuatro platillos por servirse, Ortega se levanta de la suya y se dirige a la de Cerezo. Discuten hasta que el nicaragüense, bruscamente, abandona el salón. Azcona hace lo mismo. Finalmente, Cerezo, Duarte y Arias se levantan para salir. ¡Fin de la quijotada!, habrá pensado más de un periodista… el fracaso que tantos anticiparon.
Pero el periodista austriaco Hans Janitschek ve una sonrisa en el rostro de Arias. El costarricense, el guatemalteco y el salvadoreño salen por la puerta trasera, para sorpresa del personal de cocina, la atraviesan y toman un ascensor de servicio. Van al sétimo piso, donde los cinco (ahora sí) compartirán mesa en el salón “La independencia”.
Los representantes de las potencias extranjeras que vigilaban la actividad ignoran que los presidentes se han vuelto a reunir. Los periodistas, ya en el bar del primer piso, también.
La crónica de Janitschek es elocuente: “En menos de tres horas (…) durante esa breve sesión nocturna, resolvieron un problema que las superpotencias, Contadora, las Naciones Unidas y la OEA no fueron capaces de resolver durante los últimos ocho años”.
Pienso que hay una relación entre la visibilidad y el conflicto, o mejor dicho, entre la intensificación de este y su publicidad. Es mi experiencia en Facebook: hay una diferencia significativa (en los niveles de intransigencia o de cordialidad) entre las discusiones en “el muro” y las que discurren por mensaje interno.
La lingüística cognitiva diría que la audiencia (en el modelo mental de contexto) es decisiva a la hora de interpretar lo que el otro me está diciendo y de producir mi respuesta. Por eso, sin espectadores es más fácil matizar los propios asertos, considerar los argumentos del otro, darle la razón u ofrecerle disculpas.
Las plateas siempre están llenas de porristas, carboneros y hooligans, masa en fin, y el diálogo solo es posible entre individuos, no entre masas, porque estas no saben más que de aplastar a sus rivales o sucumbir en el intento. Por eso, la mejor forma de discutir sin la hostilidad favorecida por el incentivo de satisfacer a la propia barra es suprimiendo la barra. Hacerlo en privado, sin reflectores encima. A media luz, como en el tango recomiendan los argentinos (que de intimidad saben mucho).
Ahí, en la distancia corta, hay más espacio para la franqueza, para considerar la dimensión humana de nuestras desavenencias. Nunca lo olvidaré: la más grave crisis de comunicación que haya vivido se resolvió así, en una reunión privada entre las partes, y más que por poderosos argumentos o sofisticadas estrategias de negociación, la paz fue conquistada, básicamente, por la inteligencia emocional y agudeza intuitiva de un magistrado.
Y como eso es algo que se aprende y es una destreza cada vez más rara, estoy convencido de que, como sociedad, nos urge abrir más tiempos y más lugares para el encuentro y el diálogo personal, lo que implica que a la tertulia deje de vérsele como una pérdida de tiempo y que los cafés, bares, parques y la mesa familiar (con el televisor apagado) vuelvan a ser escenarios de animadas pláticas.
No lo olvidemos: la habilidad para hablarnos y entendernos, para cooperar entre nosotros, fue decisiva en nuestra evolución como especie. La capacidad para conversar, para escuchar, para disentir con respeto, sigue siendo crucial para el éxito en toda relación: laboral, de pareja, en los negocios o en la política.
En esta última, en la que diferenciarse de los otros es tan importante, hay un incentivo perverso para el disenso. Perverso sobre todo en momentos, como el actual, en que la fragmentación del sistema de partidos y la acumulación de urgentes reformas postergadas exige amplios consensos.
Es la dificultad de la política democrática: en campaña exige subrayar las distancias, pero para gobernar es imperioso superarlas y encontrar puntos de acuerdo. Es, también, una de las causas del malestar con la política: su teatralidad, la brecha que hay entre las escenificaciones públicas de la discrepancia y los arrumacos conciliadores que en privado impone la realidad.
Madurar como sociedad implicaría asumir esos dos estilos de baile tan diferentes y proteger espacios menos iluminados en el salón para cuando haya que hacerlo “cachete con cachete”.
Es entonces cuando la obsesión con la transparencia mata el “amor”, y sin amor, ya se sabe, es imposible concebir nada. Los periodistas, que frecuentemente reclaman por ella, deberían ser los primeros en saberlo: no existen vitrinas sin trastienda (de los muchos con los que he hablado, solo una veía positivo que, en aras de la transparencia, se transmitieran las discusiones de las salas de redacción y hasta de los consejos editoriales).
En modo alguno niego el valor de la transparencia. Esencial de nuestro progreso político desde la modernidad, del absolutismo a las democracias liberales, es el tránsito de un poder oculto que nos vigila a todos a uno público que es vigilado por todos. Eso está muy bien. Pero no supone la por demás ingenua aspiración de encerrar el proceso político en una pecera.
A lo sumo ahí podremos recluir a los pececillos con autoridad formal, pero mientras complacidos los vemos nadar en círculos, sin llegar a ninguna parte, comiéndose unos a otros, anónimos tiburones del poder fáctico, campan a sus anchas en profundidades insondables, fuera de nuestra vista.
Mejor démosles a los políticos (que sabemos quiénes son y se someten a las urnas) espacio para negociar, para que lo hagan sin tanto misterio y morbo, sin que cada detalle sea objeto de información y análisis externo.
¿Significa perder control ciudadano sobre la acción de los políticos? Sí, pero no del todo. Implica un voto de confianza en nuestros representantes (casi una locura en esta, la era de la desconfianza) pero no un cheque en blanco.
La legitimidad de los acuerdos políticos no radicaría en la publicidad de su proceso de construcción (que los aborta o limita seriamente su alcance) sino en su respeto de la legalidad y en la más rigurosa valoración de sus resultados. Es, paradójicamente, un riesgo que hay que tomar si queremos salir del actual panorama sombrío y que se haga la luz.
El autor es abogado.