A veces uno se pregunta por qué ellos sí y otros no: hay maestros extraordinarios aun en el mediocre sistema educativo costarricense. Lo que conozco de dos de estos excepcionales educadores me lleva a pensar que, en ellos, el asunto viene de genética: traen la vocación del maestro, del que no solo enseña, sino cultiva, apoya, estimula y, para hacerlo, busca fuentes adicionales a la educación formal que ellos mismos recibieron para serlo. Son gente culta, sensible, fuera del montón.
Bertalia Rodríguez López era en mi casa y en mi infancia una deidad, estaba en los altares más elevados de mi madre y mi hermana. Cada vez que algo pasaba con mi educación, ellas extrañaban que ya no había maestras como “la niña Bertalia”. Esa sí enseñaba, pero estaba lejos, se había ido a vivir, desde hacía varias décadas, a Estados Unidos.
Más tarde tuve el honor de conocerla: cabecita blanca de 75 años, estudiante oyente de un curso de Gramática Española.
Nos hicimos amigos, fue cuando tuve la oportunidad de conocer a una persona superior, extraordinaria y a una maestra vocacional y vital. Una vez me contó que cuando ella era la directora de la escuela Jorge Washington de San Ramón, los niños llegaban con los pies llenos de niguas y entonces ella se consiguió un fonógrafo, llevó su colección de discos de música clásica y, en las mañanas, se sentaba en el suelo del patio de la escuela a sacarles las niguas a sus alumnos mientras escuchaban a Beethoven. Era su forma de acercar la música clásica a los niños.
La niña Bertalia escribía poesía, divulgaba la de otros, era una lectora incansable y, cuando ya ciega no pudo leer por sí misma, sacaba unos cinquitos de su pequeña pensión para pagar a una muchacha que le leyera en voz alta las joyas de la literatura universal.
Excepcional. Humberto González Barrantes, Mejor Educador del 2016, es mi amigo desde muchachos. Inició estudios de arquitectura con resultados brillantes, pero un día me sorprendió con una decisión: quería ser maestro. Y se dedicó a serlo con entrega, con pasión, con un claro compromiso: el futuro de sus alumnos. Una vez me contó que en su escuela unidocente no tenían mapas y, entonces, él junto con sus alumnos buscaron “barro de olla” y crearon los mapas.
No sé si los niños aprendieron geografía, pero, sin duda, aprendieron a amar el conocimiento. Al igual que la niña Bertalia, Humberto escribe poemas, canta, interpreta varios instrumentos musicales –la guitarra mejor que cualquier otro– y es ajeno al mundo del consumismo en que nos hundimos los demás.
Son maestros por vocación, aman aprender con la misma pasión que aman enseñar, compartir lo que saben. Ven a sus alumnos crecer con el mismo orgullo que una madre o un padre de familia ve a sus hijos hacerlo.
Creo que ambos serían igualmente maestros aun si el MEP no los hubiese contratado como educadores.
Esa es la diferencia con quienes, salvo por el sueldo, no harían el trabajo que hacen, ya sea en el mundo de la educación o en cualquiera otra actividad humana.
El autor es abogado.