La apuesta costarricense por mayor control mediante el encierro ha sido la política criminal predominante en los últimos 20 años. Es potestad del Estado definir su política criminal, pero lo ha hecho mal y, por ello, nuestras cárceles son jaulas sin límite, donde se irrespeta la dignidad y el crimen se aprende y reproduce.
Lo peor es que las tasas delictivas no se reducen y la violencia se ha incrementado. Como medidas paliativas de esta situación, el legislador ha optado por incorporar mecanismos alternativos: la reducción de la pena o penas alternativas para las mujeres en condición de vulnerabilidad, castigadas por introducir drogas a cárceles y, más reciente, la posibilidad de sustitución de la prisión por el arresto domiciliario con monitoreo electrónico para personas que cometan delitos por primera vez con penas no superiores a seis años. Las reformas legales responden a necesidades reales, pero no son idóneas ni suficientes.
La modificación al artículo 77 de la ley de psicotrópicos solo atiende las condiciones de vulnerabilidad de esas mujeres, pero son muchas las personas que por la mismas razones han tomado la decisión errada de involucrarse en otras modalidades del narcomenudeo.
Otras opciones. No está bien que el Estado castigue con la misma “vara” al gran narcotraficante y a quienes, empujados por necesidades no resueltas, participan en el nivel más bajo de esa organización. Para esta población también se necesitan penas proporcionales y un control formal alternativo al encierro, de lo contrario, seguiremos llenando estas “jaulas” de pobreza y miseria.
La reforma al Código Penal a través de la ley de mecanismos electrónicos es muy acertada en sus motivos, pero el objetivo podría alcanzarse por medios menos invasivos y más económicos. El control electrónico tiene un costo de ¢9.775 diarios, y aunque sale más barato que encerrar, sigue siendo oneroso en un país pobre. A principios de junio, había 252 personas con brazalete electrónico y su control anual costará más de ¢800 millones.
En democracia, es importantísima la inversión para evitar el encierro de personas no peligrosas, pero lo mismo se lograría con otras medidas.
Hay que defender la idea base de esta reforma porque es cierto que muchas personas sentenciadas no son peligrosas y no se necesita la cárcel para controlarlas. Es atinada la intervención del legislador, pero la solución no es la mejor porque si el objetivo es la no institucionalización e incentivar el trabajo y estudio, fácil se podría lograr lo mismo aumentando a seis años el tope para la aplicación del beneficio de ejecución condicional de la pena –artículo 59 del Código Penal–, asegurando la imposición por parte del juez de obligaciones, instrucciones y condiciones orientadas a la resocialización.
Penas distintas. La pena de arresto domiciliario con monitoreo electrónico podría mantenerse, pero cuando exista alguna peligrosidad y sea necesario evitar la prisión por razones humanitarias, como en el caso de las personas con limitaciones físicas, gravemente enfermas o adultas mayores.
Es necesario el desarrollo de nuevas estrategias y una reforma integral del modelo punitivo o pronto perderemos el control de la prisión y se revertirán los esfuerzos por una justicia pronta.
Necesitamos penas proporcionales y alternativas para quienes en condición de vulnerabilidad –pobreza extrema, adicción, enfermedad, etc.– se involucran en actividades ilícitas. También necesitamos mayor rigidez contra los verdaderos capos o mafiosos, los sicarios y quienes se enriquecen con las drogas.
Para quienes por adicción se involucran en actividades delictivas se requieren oportunidades para internamiento o la atención ambulatoria de su enfermedad en lugar de encerrarles en cárceles sin atención y con acceso a drogas, en un ambiente altamente violento, deprimente y degradante.
La ampliación del abanico de sanciones y la eliminación del mínimo penal permitirían limitar el encierro a los casos efectivamente necesarios.
Precisamos soluciones acertadas, eficaces y del menor y mejor uso de los recursos presupuestarios. El sistema de justicia penal debe ser eficaz, mesurado y razonable, basado en los principios democráticos de igualdad, proporcionalidad y de respeto absoluto a la dignidad humana. Las reformas urgen pero se necesita de interés, compromiso, valentía y voluntad de la clase política.
El autor es juez.