Como consecuencia del vaciamiento cultural al que se ha sometido el país en las últimas cuatro décadas, las cosas más obvias dejaron de serlo.
En la cívica que se enseñó en los colegios, hasta hace pocos años, se explicaba con claridad que todo funcionario público no solo tenía derechos, sino responsabilidades, y que los elegidos por voluntad del voto son representantes de la voluntad popular y, por tanto, se convertían en empleados con contrato para ejercer la “gobernanza” por el tiempo dispuesto en las leyes de la República, con obligación de rendir cuentas de sus actuaciones ante la comunidad nacional.
Así las cosas, los cuestionamientos ciudadanos a los funcionarios públicos no son una “graciosa” concesión de sus “majestades”, sino un derecho y una obligación de la comunidad para quienes no solo reciben el salario gracias a sus electores, sino que administran los fondos públicos, proveídos por esa misma comunidad.
Uno de los vehículos para saber qué hace o no una administración es la prensa. Calificar cómo lo hacen los medios –para este servidor– es sencillo: basta con ver quiénes critican la labor de estos. Si esa crítica proviene de un solo sector, entonces esa prensa es subjetiva y no cumple con el papel y la responsabilidad que la comunidad le impuso.
Si esa prensa está haciendo bien su trabajo, las críticas vendrán de todo lado y serán de distintos colores, porque una buena prensa es la que no queda bien con nadie.
Eso habla de su independencia, que nada tiene que ver con la opinión ni de sus socios –porque son empresas periodísticas– ni con los que trabajan para ella, porque los medios de comunicación se basan, fundamentalmente, en una cosa: credibilidad.
Respuesta selectiva. La incompetencia administrativa no gusta que la exhiban, menos, cuando por la soberbia de las oficinas gubernamentales se cree infalible y, por tanto, incuestionable.
La arrogancia llegó al punto que algunos ministros se dan el lujo de escoger los medios a que dan declaraciones, como si tuvieran el derecho de negarse. Guste o no, los funcionarios públicos, por su condición, son empleados del país y, por tanto, de la comunidad que paga impuestos directos o indirectos que cubren sus salarios. Así, cuando son interpelados por asuntos de interés para la ciudadanía, no hay negativa que valga.
La burocracia de las aulas que administra el país actualmente cree que, por venir de un aula, dirige una gran escuela y puede decidir arbitraria e impunemente.
Un ministro de “comunicación” que al ser cuestionado pretende arrogantemente dictar clases, no solo es irrespetuoso, sino desubicado, pues confunde la sala de prensa con su clase particular, y un presidente que se enoja cuando los periodistas ejercen el control ciudadano que debieran ejecutar en Cuesta de Moras, lo que demuestra es que carece de las facultades para el ejercicio del cargo al que se postuló, o, que por azar del destino o seguir malos ejemplos, se equivocó de sistema político y cree que aquí se puede aplicar “la dictadura en democracia”.
Prensa responsable. Se puede estar o no de acuerdo con lo que publica un medio, pero la pregunta clave es si lo escrito es veraz o no; en nuestro país, la prensa es reducida, pero es en ella donde supimos sobre los casos Caja-Fischel, ICE-Alcatel, de los pagos millonarios por consultorías muy parecidos a tráfico de influencias de Alcatel a un expresidente, de Soresco, del Fondo de Emergencias, del cierre del tren, del cierre del Banco Anglo, de los salarios de la élite burocrática que está en la cúspide y de un largo etcétera de informaciones que nos han parado los pelos por la desvergüenza con que fueron ejecutados.
Sin olvidar que las empresas periodísticas lo son, es menester recordar que no están para complacer ni congraciarse con el poder, sino para criticarlo.
Con mayor razón, si por causa de la ideologización imperante es sabido que alguna o toda la prensa es adversa, se hace necesario el buen ejercicio del pasajero poder conferido por las urnas.
El totalitarismo disfrazado de democracia no combate con ideas, sino que se fabrica sus propios medios, para que digan “la verdad”, olvidando que las acciones, buenas o malas, hablan por sí solas.
Soy un irrestricto creyente de la libertad de expresión, y, por ende, de la libertad de prensa.
No creo en ninguna medida que conlleve a limitar ni su ejercicio ni su ámbito de acción, ni tampoco he invocado nunca la excusa de “los intereses ocultos de tal o cual medio”, pues sé que todos los tenemos y eso se combate de manera muy simple, pero ciertamente difícil: haciendo bien lo que se encomendó hacer, con énfasis, subrayado y en negrita en ese último verbo: hacer.
El autor es comunicador.