Hacienda Santa Paula, al pie de la Cordillera. Ascenso a caballo. La brisa alivia el sopor. Quizás va a llover sobre el campo de sorgo. Los verdes son intensos, incontables, como si la paleta del mundo se hubiera derramado caprichosamente. El ganado rumia, pereceando. El mundo nos acoge.
Cabalgamos sin prisa, en un estado de serenidad y de gozo cuando la vemos: está sentada detrás de su hijo. El hijo yace inánime. La madre apoya la pata sobre el cadáver y nos mira aproximarnos con sus grandes ojos de preguntas. Me conmueven el color blanco grisáceo, como el mármol, y la sobria dignidad del animal consagrado a velar al crío sin vida. El cielo está oscuro. Ante aquella visión siento algo en la memoria, al principio indefinido, una imagen lejana, como en sueños, vislumbro lo que poco a poco toma forma en la paradigma de la piedad y el sufrimiento.
La Pietá es el nombre de dos esculturas de Miguel Angel. María sostiene al Crucificado, después de que lo bajan de la cruz. Estructura triangular de la composición: Jesús se abandona horizontalmente sobre las rodillas de su madre. El cuerpo de María, grande, benefactor, en elevación vertical, sostiene al hijo sin rozarle la piel. La Pietá es el máximo afecto, y el máximo dolor posibles transcritos en la piedra por el arte.
Pero aquí, en el campo de sorgo, entre voces de pájaros y voces del viento, no están María ni el Crucificado, ni un artista cuya fantasía reinventa los dolores de la humanidad en la representación de los relatos religiosos; tampoco hay mármol blanco en el que la vida y la muerte se unan por medio de la piedad. En el campo de sorgo de Santa Paula la naturaleza imita al arte, el blanco grisáceo imita al mármol esculpido y las dos figuras crean una composición también triangular donde la pasión del hombre coincide con la pasión animal: la figura del hijo al frente, sobre la hierba, y, detrás, la madre voluminosa, erguida hacia lo alto, observa a los observadores con grandes ojos negros. Tal vez sabe de la gran ausencia que se inicia.
El campo de sorgo queda atrás. Atrás queda el silencio de una escultura insólita que une a Dios, al hombre y a los animales en un solo lamento de sobrevivencia.
A nuestro regreso la ternura de otra visión nos libera de aquel sentimiento inquietante: una pareja de patos silvestres nada plácidamente con doce patillos diminutos sobre el espejo de un estanque natural. El sol de la tarde empieza a brillar.