En última instancia, haremos lo de siempre: deshacernos del problema remitiéndoselo a Dios: que Él haga el trabajo sucio. La verdad es que no podemos vivir sin juzgar. Si no queremos asumir la responsabilidad, pagaremos para que alguien lo haga. Si este da signos de corruptibilidad o incompetencia, invocaremos a Dios, nuestro socorrista a tiempo completo. Él siempre podrá pagar la fianza, ¿no es cierto?
Hay varias “filosofías” new age que nos disuaden, un día sí y el otro también, de juzgar a nuestros semejantes. Pero resulta que, en la presencia de crímenes inconcebibles, no juzgar sería un acto peor que antiético: indecente y abyecto. Traición a la víctima y complicidad con el verdugo.
Cierto: hemos de comprender antes de juzgar, pero el juicio debe ser emitido: la sociedad entera funciona como un inmenso tribunal en el que jueces y acusados intercambian sus permutables roles constantemente.
¡Conozco gente que arrastra almas tan sucias! Comprensiblemente, su mensaje es no juzgar, exculpar y repartir por doquier indultos y amnistías. ¡Ah, pero espérense nomás a que alguien les toque aquello que en sus vidas consideran sagrado, y los veremos convertirse, como por ensalmo, en los más inmisericordes jueces que ojos humanos hayan visto!
El autor es pianista y escritor.