Cuando las y los altos jerarcas de la Administración Pública asumen sus cargos, prestan el “juramento constitucional”. Se trata de un juramento formal, solemne, ante Dios y la patria, mediante el cual se obligan a defender y respetar la Constitución y las leyes. Es un acto en el que se invoca a Dios para indicar la seriedad y profundidad del compromiso, pero es un acto civil, no religioso. La persona que jura no lo está haciendo desde su particular fe religiosa, sino en su calidad de jerarca del Poder Ejecutivo, del Poder Legislativo, del Poder Judicial o de otras instituciones públicas.
Ahora bien, “defender la Constitución y las Leyes” no debería suponer un trabajo demasiado complejo para quienes solemnemente se comprometieron a ello. Constitución y leyes no son conceptos difusos en un Estado de derecho como el nuestro. Sabemos cuáles son, en dónde están y cuáles son las instancias correspondientes para crearlas, modificarlas, anularlas, aplicarlas, sancionar su incumplimiento y darles su correcta interpretación.
El ámbito civil. Todo ello se mueve en el ámbito civil, en la esfera del quehacer jurídico-político, no en el ámbito religioso. Ni siquiera en un Estado atrasadamente confesional como el nuestro. Confesionalidad no es lo mismo que teocracia. Que nuestro Estado continúe siendo confesional no significa que las altas autoridades del Estado estén – ni deban estar– sujetas a los “Diez Mandamientos” ni a ningún otro código moral religioso, a la hora de tomar decisiones en el ejercicio de su cargo. Aun en el ámbito de la discrecionalidad en que se ubica cierto tipo de decisiones administrativas, no es la moral religiosa personal la que debe iluminar tales decisiones, sino los principios generales del Derecho (que, ciertamente, pueden ser afines o convergentes con determinados principios religiosos).
Bajo la hipótesis –bastante probable– de que la Constitución y las leyes nacionales (o la legislación internacional vinculante para el país) se opongan a las convicciones, doctrinas o valores religiosos de quien ha jurado la Constitución y las leyes, ¿cuál es el camino por seguir? La respuesta es clara: la renuncia inmediata del o de la funcionaria, por razones de fe y de conciencia. Renuncia que honraría a esta persona por su coherencia e integridad.
El juramento solemne. De no renunciar, el funcionario público o la funcionaria pública queda obligado moral y legalmente a cumplir con su juramento solemne: respetar y defender la Constitución y las leyes, tal como son, aun cuando estas se opongan a sus creencias personales. Si no las respeta y defiende tal como son (obviamente en el caso de los y las diputadas, su función fundamental es derogar, crear nuevas leyes y modificar las vigentes, cuando lo consideren necesario) y se plega –o se compromete pública y solemnemente a plegarse– a doctrinas, mandamientos o jerarquías religiosas, estaríamos ante un caso grave de perjurio, ante Dios y ante la patria. A Dios darán cuenta en el más allá, de acuerdo con la creencia de cada quien. Pero a la patria le deben rendir cuentas en el aquí y en el ahora. Es decir, YA.
Por eso es tan grave la “consagración” que doña Laura, doña Zarela y don Luis Fernando hicieron, en nombre de los poderes que respectivamente presiden, ante una jerarquía y ante una doctrina religiosa, por más respetable que esta sea.
Carlos Bonilla Avendaño Abogado y Pastor Iglesia Luterana Costarricense