Mi segundo nacimiento en esta vida fue el 19 de setiembre de 1985, tras sobrevivir al terremoto de México. Fue un parto difícil, qué duda cabe. Por eso puedo decir un poco en broma que tengo 32 años… ¡Brincos diera!, sobre todo, porque mi tercera década, hasta ahora, ha sido la mejor de todas. Supongo que seguirá insuperable. Lo que falta no promete mucho. Antes había nacido en Costa Rica, y desde esta perspectiva natalicia, me vuelvo casi el doble de viejo. Creo en muchas vidas, pero todas en esta. Soy un reencarnacionista uniexistencial.
Aquel terremoto de 1985 lo pasé en un piso catorce, en realidad dieciséis, pues la numeración del edificio sigue el orden de planta baja, mezanine, piso uno, dos, tres… Luego venía la azotea, desde donde tenía vista al sur del DF, los volcanes a veces, según niebla o esmog, el Ajusco con su bosque, montaña que ha estado junto a mí mis 33 años en México en tanto que he sido habitante fiel del sur de la ciudad. En la azotea absorbía bocanadas de paisaje mexicano cada tarde que podía subir a embelesarme en su visión majestuosa, a gran escala, saborear lo sublime romántico, claro, siempre que el clima lo permitiera.
En aquella mañana fatídica (7:19 a. m.), el estrépito y el ciclón me despertaron y quise correr a la puerta, pero ellos me derribaron. El crujido de las paredes de tablarroca, los objetos que abandonan sus lugares sin que sean poltergeist, los terroríficos tamborileos de ollas y vajillas que llegan desde la cocina antes de estrellarse en el suelo, la nube de impotencia que te envuelve como vaho de volcán, la danza furiosa de las lámparas colgantes, el piso móvil, el gran mareo, todo esto y más estaban conmigo, y solo restaba esperar lo que fuere, ahí tirado en la alfombra, que resultó ser mi continuidad por un tiempo más.
La torre de apartamentos había resistido el embate geológico por su suelo pétreo. A los dos o tres días del temblor, vino la gran réplica, y fue cuando hubo de dejarse la torre por poco tiempo, mientras se tranquilizaba la naturaleza. Nunca antes había vivido tal violencia telúrica, y eso que los costarricenses estamos habituados a tales meneos. Podría decirse que es parte de nuestra cultura, dada su geografía volcánica.
Segunda vez. El lunes 18 de setiembre de este 2017 estaba en el piso siete de la torre del hotel Panorama, en San Luis Potosí, antigua y rica ciudad minera adonde había ido para dar un curso de literatura. Tras mi primer día de clase, observaba la ciudad iluminada, con sus muchas iglesias, casonas y palacetes coloniales y decimonónicos, y desde mi altura relajada recordé mi experiencia del 85. Temor y temblor erizaron los vellos de mis brazos. Al día siguiente, al acabar mi clase, me avisaron del terremoto acontecido al mediodía en la Ciudad de México.
Las siete horas siguientes fueron de angustia e incertidumbre por la suerte de los seres queridos, y también de los no tanto, ya que de los pocos beneficios del desastre es que nos hace dejar de lado los defectos y errores del prójimo (reales o imaginados), nuestros pequeños y grandes rencores, y los otros se vuelven entonces vida hermana y sufriente, a la que hay que apoyar sin condiciones, básicamente porque la vida llama a la vida, engendra sobrevivencia.
Más fuerte en el hermanamiento es la desgracia común que el sermón de la montaña. Tras el miedo padecido, el individuo se desvanece un poco para que la especie pronuncie la salvífica palabra de la tribu. A esto algunos llaman amor, y algo de razón tendrán. Lo cierto del caso es que la vida se defiende del desastre y se lame las heridas con nuestros actos de apoyo al caído. No se piensa, se hace. No se reflexiona, se actúa. No hay tiempo para otra cosa. Es de vida o muerte.
Duele en el corazón. De 19 a 19. De 1985 al 2017. De ser vapuleado por el socollón en una torre sureña del DF a la angustia solitaria y quieta en una torre de hotel potosino, antes del desierto y la noche. La mera verdad es que no sé qué es mejor. Solo la voz lúgubre del periodista de la televisión que transmite esa desgracia a lo lejos, y que duele en el propio corazón, tan cercano, tan lleno de gente. Allá, en el horizonte adolorido, faltan el agua, la luz, la telefonía, el gas, falto yo.
A las nueve de la noche se produce el contacto con la voz amada, la tranquilidad de la seguridad de los seres queridos, pese a la catástrofe general. No se puede decir que la alegría retorne, pues esta ya se fue por muchos días, pero cierta cuota de alivio sin duda se produce en mi ánimo.
Apago la televisión y me quedo a oscuras en la torre hotelera, con San Luis Potosí brillando, con sus luces de portal navideño, o de monedas de plata y oro en cueva de ladrones, en mina de capitalistas, y que se extiende tras el ventanal hasta oscurecerse cuando empieza la serranía y el desierto, el polvo, los cactus y las estrellas. Igual que la noche anterior. No, igual no. Ayer rememoraba una catástrofe ida, y hoy, en asombrosa coincidencia, exactamente 32 años después, la he vivido de nuevo, la veo reencarnando en mi miedo, no de manera directa sino en lejanía, más presente yo que nunca pese a mi ausencia física, más presente ella que nunca pese a que pasó hace ya tantos años.
La memoria del miedo estaba durmiendo bajo mi piel, el néctar negro de 1985 habita ahí, aquí, no es un miedo solo mío sino de la especie. Parece que he salvado el pellejo una vez más.
El autor es escritor.