Una y otra vez topo con la misma forma de miopía: la poesía –criatura de elusiva, quizás imposible definición– es tenida por mucho menos de lo que en realidad es.
Siendo un fait de langage, e inscribiéndose dentro del ámbito estético y mágico, opera también como una herramienta cognitiva, propone una interpretación del universo, en suma, constituye una gnoseología, una forma supremamente lúcida del conocimiento. Investiga, lee, descifra el mundo con tanta probidad y rigor como la ciencia, pero su epistemología y su “método” es, por supuesto, diferente.
El universo es una infinita interrogación, un signo de pregunta que –ya lo sabemos– no nos librará nunca su secreto último. Esto, empero, no nos exime del esfuerzo, antonomásticamente humano, de buscarlo sin cesar. Pues bien, la poesía nos propone una vía para entender el universo –el psíquico como el cósmico–. Ese juego de palabras, aliteraciones, asonancias, rimas y metáforas son mucho más que monerías verbales, y no tienen por único propósito la eufonía (sonar bonito).
Cuando Mallarmé habla de “la explicación órfica del universo” y cree ver en la poesía la única manera de formularla, habla perfectamente en serio.
Tengo para mí que la poesía no difiere, en su modo operativo ni en la naturaleza de su pesquisa, de un telescopio o un microscopio. Lo que nos revela es una realidad no perceptible a simple vista, un trasmundo que, siendo físico e inmanente, es también –¡he aquí el misterio de los misterios!– trascendente.
El autor es pianista y escritor.