Los adultos suelen referirse a los avances de la cultura y a los progresos de la civilización. Esas afirmaciones suponen cierto orgullo por estos logros. Sin embargo, deberían mirar, avergonzados, las estadísticas presentadas por distintos países que muestran el aumento del maltrato contra los niños y las niñas, y que provienen de sus familiares cercanos, de sus padres, de adultos que los explotan laboral o sexualmente, de aquellos que deberían ser sus cuidadores y protectores.
Niños y niñas son personas vulnerables que no disponen de las palabras claras y suficientes para quejarse y denunciar, es decir, para recurrir a una autoridad jurídica que asuma su defensa. Cuentan tan solo con el grito desgarrador, con el llanto y la búsqueda de un escondite donde no sean alcanzados por los golpes y las violaciones. Generalmente fracasan y resultan victimizados.
¿Qué sucede con estas formas indiscriminadas de la violencia, donde los adultos carecen de palabras para hablar con los más pequeños y explicarles qué es lo que se les solicita u ordena? Con frecuencia, esa orden o solicitud suele ser contraria a derecho, y aún puede oponerse a las pautas morales básicas. Exigir obediencia mediante golpes es un ejercicio de poder despótico que produce placer en el adulto, al que no le importa cuales serán los efectos de esas violencias. Lo que precisan es disfrutar de los malos tratos contra personas indefensas. Estos niños se transforman con frecuencia en víctimas difícilmente recuperables, en seres sometidos, a veces esclavizados por la persistencia de la situación violenta.
Si nos remontamos a la historia de los malos tratos contra los niños, recién en 1952 se comenzó a intentar legislar, en el mundo, acerca del tema. En 1989 fue necesario escribir la Convención de los Derechos del Niño que rubricaron casi todas las naciones, para protegerlos. Actualmente hemos descendido un escalón. No alcanza con hablar de los derechos de los niños: hemos retrocedido para solicitar que no los violenten, que no los maten y que no los utilicen en busca de placer para los adultos.
La utilización de las criaturas como objetos destinados a aliviar, mediante golpes, el “estado de nervios” de los adultos (ese “estado de nervios” es un invento para justificar la violencia salvaje), o bien para transformarlos en objetos para el placer sexual perverso mediante las prácticas de la pornografía protagonizada por niños y niñas dopados por drogas, se ha convertido en práctica de actualidad. Parecería que respondiesen a una consigna invisible: “los niños y las niñas, que nos cuestan dinero porque hay que mantenerlos, tienen que resultarnos útiles; tenemos que aprovecharnos de ellos y no solamente dedicarnos a cuidarlos. Los niños y las niñas deben servir para algo, para aliviarme propinándole golpes si estoy nervioso o sirviéndome de ellos como objeto de placer sexual si quiero sentir algo nuevo y distinto”. Estas palabras son las que no se pronuncian, pero están escondidas en los malos tratos que padece la niñez.
Las palabras reparadoras, ¿qué pueden hacer? ¿No habrá forma de explicar a estos adultos que deben modificar su manera de proceder, explicarles qué es lo que los niños y niñas necesitan para convertirse en personas capaces de convivir socialmente? Parecería que no alcanzaran las palabras para que lo entendieran y que debemos recurrir al ejercicio de la ley para sancionarlos cuando la mínima y encogida palabra de alguna de sus víctimas logra ser escuchada e insertada en la Convención de las Derechos del Niño para defenderlo.
¿Cuáles serán las psicoterapias cuyas palabras podían aminorar los dolores y las desdichas de estas víctimas? Cincuenta años como psicoterapeuta de niños y niñas victimizadas me han enseñado que si bien las palabras sostenedoras de los psicoterapeutas son una clave importante, no constituyen un receta infalible. Ni existen códigos comunes que puedan difundirse para ser utilizados en distintos países. Corresponden a la técnica de cada terapeuta.
Pero de lo que sí estoy segura, es de la importancia indiscutible de la denuncia, que actúa reparatoriamente en el ánimo de las víctimas, al aprender que la ley lo ampara. Por lo general, es muy difícil instalar estas denuncias porque es frecuente que los jueces no crean en las declaraciones de las víctimas, salvando excepciones. Además, los niños y las niñas suelen retroceder después de haber descripto sus padecimientos, porque un terror interno los conduce a desmentirse.
Los estudios de Peter Fonagy nos han enseñado algo sumamente complejo. Es muy difícil separar al niño golpeado del maltratador, particularmente padre o madre, porque desde pequeño ha generado lo que se denomina un pensamiento reflectivo (que no tiene relación con la reflexión intelectual), es decir, aprendió a pensarse a sí mismo del mismo modo en que es pensado por quien lo ataca. Y para su existencia, precisa estar cerca de quien lo maltrató desde la infancia. Es una índole de pensamiento que no se modifica solamente con palabras, sino con nuevas experiencias de vida en las que se valorice el respeto por la humanidad de ese niño. Los contenidos del pensamiento reflectivo son una de las desdichas que se insertan en la vida de estos niños, porque si su padre piensa de él, desde pequeño, que es “malo” y por eso lo castiga, el niño se piensa a si mismo como “malo” y, por tanto, acreedor de la violencia.
Las palabras psicoterapéuticas no son el único modo de acercarse a estas criaturas, se deben también incluir técnicas que comprometan sus cuerpos mediante juegos, música, plástica y dramatizaciones. Es una tarea larga, frustrante, a veces rechazada por el niño y que difícilmente cuente con el beneplácito de sus cuidadores si ellos están comprometidos con el maltrato, con el silencio y el encubrimiento.
Según las experiencias de las que disponemos, un niño violado no se convierte, por ese motivo, en un adulto violador. Y una criatura maltratada no se transforma en un victimario fatalmente. Otro es el problema; estas criaturas vejadas, humilladas y victimizadas pueden tardar décadas en rescatar aspectos convivenciales y socializados, además de sus sistemáticas dificultades en el plano de la vida amorosa. Se instalan en el mundo como un universo de víctimas dolientes que suman fracasos y frustraciones, también resentimientos.
Asumir la psicoterapia de esos niños es complejo si al mismo tiempo no se orienta a los padres. En paralelo, es imprescindible reforzar la enseñanza escolar de niños y niñas enseñándoles que si sufren malos tratos, corresponde que se hagan escuchar ante autoridades, maestros y otros adultos confiables. La palabra reparadora es fundamental, pero es preciso que el Estado, y en particular la Justicia, sancionando al responsable por las violencias, asuma el cuidado y la defensa de estas víctimas mediante programas especializados.
* Eva Giberti es Psicoanalista, coordinadora del programa “Las víctimas contra las violencias” del Gobierno argentino. Colaboradora de periódicos y revistas, es autora de libros sobre la familia, la niñez y la violencia contra los niños.