“Africano muere en la calle cerca de la frontera de Peñas Blancas”. Este dramático titular responde a un hecho real y atroz acaecido aquí, en nuestra Costa Rica. Esta historia comenzó en algún lugar de África y le ocurrió a una persona seguramente azotada por la guerra y el hambre y, sin duda, por la enorme desesperanza de su entorno.
Las noticias de emigrantes africanos y asiáticos hacia nuestra región no son frecuentes, pero, lamentablemente, lo son cada vez más.
La migración es el tema que distingue este nuevo siglo. Las dimensiones y la complejidad que ha alcanzado es un producto de la globalización. Las guerras inter e intrarreligiosas la agravan, y generan refugiados masivamente. Gestionar y mitigar sus efectos nos compete a todos. Y esto empieza por reconocer que en América todos somos sus hijos.
Pensemos en una mujer o un hombre de Mali, Senegal o Yemen, que decide jugársela, pues ya no soporta lo que está “viviendo”, que ve violencia e intolerancia a su alrededor.
Seguramente, no es de los más pobres y faltos de educación formal entre sus compatriotas: emigrar requiere saber o intuir que más allá, muy lejos, hay algo mejor, hay esperanza. También, tener mucha valentía para afrontar dificultades que quizá imagina, pero no conoce.
Así han llegado millones de seres humanos a nuevas tierras, donde se hablan idiomas distintos a los suyos, donde las costumbres son “extrañas” y las creencias diferentes.
Y si se es negro, los desafíos son mayores: no solo en “Occidente” los africanos fueron esclavizados y transportados, desarraigados y sometidos; se construyó una ideología racista que los desvalorizaba y despreciaba.
También en muchas culturas asiáticas se practica esa discriminación. Lentamente el mundo ha ido aprendiendo a valorar los derechos humanos, que tienen como su primer pilar el respeto a la dignidad intrínseca de las personas, independientemente de su origen étnico o racial, o sus preferencias religiosas o sexuales. Pero aún estamos muy lejos de cumplir e incorporar esta joya civilizatoria a nuestras íntimas convicciones.
Indiferencia. Que una persona desvalida por su misma condición de inmigrante o refugiado no haya recibido la atención y ayuda que su condición y estado requerían y fallezca por eso, habla mal de nosotros.
Sé que muchos otros sí han recibido ese apoyo, la solidaridad del Estado y de la gente. No podemos negar que hay cierto agotamiento y resentimiento ante la llegada de migrantes y refugiados, como lo hubo en otras épocas y condiciones. Y lo entiendo hasta cierto punto. Pero no podemos dejar que esto se arraigue, que la indiferencia ante el drama que viven estas personas se convierta en un hecho “normal”.
La indiferencia y hasta la hostilidad hacia la inmigración “masiva” no es exclusiva de nuestro país y región: en Europa se han gestado movimientos radicales de rechazo, tanto sociales como políticos.
Los europeos aún lidian para hallar respuestas compatibles con sus principios y con los desafíos políticos que esto entraña. La canciller de Alemania, Ángela Merkel, ha sido baluarte ante la resistencia a cooperar.
En la campaña electoral de EE. UU. es uno de los temas más sensibles y difíciles; comenzó por el rechazo a la inmigración ilegal de latinos (mexicanos y centroamericanos especialmente) y ha evolucionado hacia los musulmanes como calificación genérica que el candidato Donald Trump hace de todo inmigrante de Asia del sur y occidental.
Los regímenes musulmanes más extremos no han actuado con la solidaridad que deberían con aquellos a quienes llaman hermanos. La campaña del brexit en el Reino Unido ha atizado los miedos y alentado un aislacionismo miope y extemporáneo. Una parlamentaria ha perdido la vida por su apoyo a los migrantes, en un hecho horripilante e inconcebible en ese país.
Hostilidad. Por el contrario, nuestra región, y Costa Rica en particular, ha sido abierta y acogedora de inmigrantes y la evidencia es clara; pero aunque siempre ha habido minorías hostiles, esta hostilidad se ha agravado recientemente.
Tampoco debe sobresimplificarse el conjunto de problemas que acarrea la inmigración, a riesgo de errar en los diagnósticos y las soluciones. Además de las barreras idiomáticas, diferencias y prejuicios culturales y otras, los inmigrantes son en su mayoría pobres, y además del temor de la competencia por el trabajo, los sectores populares y hasta capas de clase media, temen sufrir, y a veces sufren, la competencia por acceso a servicios públicos. Y esto suele oponerlos a aceptar inmigrantes.
Aunque es “más fácil” ser abierto y tolerante si se puede acceder a servicios de salud y educación privados, es en estos grupos donde la ideología racista y la discriminación se arraigan a veces. Luego, los extremistas azuzan a sectores populares en contra de los inmigrantes y los refugiados.
También es cierto que hay muchos grupos nacionales vulnerables que merecen atención y ayuda prioritaria, pero rara vez los racistas y agresores de los inmigrantes son realmente solidarios con los vulnerables “criollos”.
La solidaridad es una cualidad que existe por encima de distinciones de origen: quien es solidario con los suyos, también lo es con el extranjero. Lo contrario suele ser cierto también.
Círculo vicioso. Costa Rica se ha distinguido por largo tiempo como una de las sociedades más abiertas, pluralistas y respetuosas de los derechos humanos y de las soluciones institucionales a los problemas. Pero la confianza en muchas de ellas se ha debilitado, producto en parte del crecimiento de la población y de la incapacidad de evolucionar oportunamente hacia soluciones más adecuadas ante los nuevos desafíos.
Esto ha venido generando un círculo vicioso que se manifiesta en intransigencia y mayor frustración. Todos estamos pagando por ello, pero las cosas pueden ir a peor.
El caso de esta persona ha de servir como una nueva llamada de atención para buscar, con sentido de urgencia, soluciones permanentes y sostenibles a nuestros problemas como sociedad y para recuperar la generosidad, sobre todo entre quienes más oportunidades hemos tenido.
El autor es economista.