Los costarricenses nos encontramos hoy ante una situación paradójica en materia de inversión educativa. En junio del 2010 la Asamblea Legislativa aprobó una reforma al artículo 78 de la Constitución Política según la cual, a partir del año 2014, el aporte estatal a la educación deberá ser de un 8% del PIB. De cumplirse este mandato, Costa Rica se convertiría en la segunda nación de América Latina, después de Cuba, en dedicar el mayor porcentaje de inversión pública a la educación. También implicaría, internamente, un incremento de un 1% adicional a lo que el país ya dedica a este rubro fundamental.
Aunque la meta constitucional es expansiva, la precaria situación fiscal plantea, por el contrario, un escenario de contracción. Debido al déficit fiscal, lo más probable es que se incumpla la disposición mencionada, hecho que tendría importantes consecuencias legales y de política pública.
En términos legales, el país estaría desobedeciendo una norma constitucional, tal como sucedió con la reforma promulgada en 1997, mediante la cual se dispuso que los recursos destinados a la educación estatal no podían ser inferiores al 6% del PIB, pero cuya concreción tardó una década en hacerse realidad.
En términos de acción pública, el incumplimiento implicaría la pérdida de valiosas oportunidades para ejecutar políticas que permitan darle un empujón estratégico a la educación, en momentos en que el mayor contingente de estudiantes se encuentra concentrado en la enseñanza secundaria.
Ahora bien: imaginemos un escenario optimista. Supongamos que los diputados "raspan la olla" y aprueban los recursos adicionales que se requieren para cumplir con el mandato constitucional. ¿Qué nos garantiza que más gasto se traduzca en una mejor educación? La verdad es que no hay garantías. En ese sentido, y para evitar que la mayor dotación de fondos se convierta en un cheque en blanco, debería exigírsele al MEP una estrategia que defina claramente cómo y en cuáles áreas y rubros se usarán los nuevos recursos, de manera que no se siga haciendo más de lo mismo, así como mecanismos muy claros de evaluación de resultados ante la misma Asamblea Legislativa.
Por el lado de los ingresos, y ante la pregunta ¿de dónde saldrá el dinero para pagar el 8% del PIB en educación?, también hay tres escenarios posibles.
Uno de ellos es que el país incurra en mayor endeudamiento externo, una salida rápida y fácil, pero poco sostenible en el mediano plazo, por las consecuencias que todos conocemos.
La otra opción es que, como parte de la mejora en la recaudación tributaria, una porción de esos dineros se destinen a educación; sin embargo, sabemos que esto no alcanzaría a cubrir la meta.
El último escenario sería que la Asamblea Legislativa apruebe alguna medida que permita generar recursos frescos que tengan como destino específico elevar la calidad de educación pública, a la que asiste el 90% de nuestros niños, niñas y adolescentes.
Independientemente de los escenarios que se analicen, la realidad actual del país deja claras dos cosas.
En primer lugar, que el incumplimiento de la nueva norma constitucional no debiera ocurrir pero es muy probable que ocurra. Si el plan fiscal ha sido descartado, nuestros legisladores tienen la responsabilidad de decirnos a los ciudadanos de dónde saldrán los recursos para concretar la promesa democrática que ellos mismos ampliaron en materia de educación.
En segundo lugar, debido a la difícil situación fiscal, la posibilidad de que empiecen a imponerse recortes presupuestarios es alta, lo que a la postre puede generar retrocesos en áreas en las que la educación nacional debe mejorar. Un ejemplo de esto se da en infraestructura: desde los años noventa viene acumulándose un déficit que se traduce en centros educativos deteriorados (baños, aulas, gimnasios) y ambientes de aprendizaje poco atractivos y motivadores. El costo de ese deterioro es hoy alto: según los datos oficiales, el rezago acumulado supera los mil millones de dólares. En otras palabras, lejos de avanzar, retrocedimos, un lujo que en materia de educativa Costa Rica hoy no puede darse, tal como lo ha señalado el Tercer Informe Estado de la Educación.