Las fracciones legislativas de los partidos Acción Ciudadana (PAC), Frente Amplio (FA) y Movimiento Libertario (ML) solicitaron recientemente al Poder Ejecutivo convocar el proyecto que plantea la reforma a los artículos 75 y 194 de la Constitución Política.
El plan, que se tramita bajo el expediente número 18.496, fue presentado por varios diputados representantes de esos mismos partidos en el 2012 y propone eliminar la confesionalidad del Estado, para que este sea neutral en materia religiosa y garantice la libertad de conciencia y la de profesar cualquier religión.
También establece que el juramento que deben prestar las personas que sean designadas en la función pública se pueda hacer por Dios o por sus convicciones personales.
Esta petición es una excelente oportunidad para que el presidente de la República, Luis Guillermo Solís, sea consecuente con lo expresado en abril del 2014, cuando afirmó que, si bien no era una prioridad, su gobierno impulsaría la laicidad del Estado.
Hasta el día de hoy, los obispos católicos se han opuesto a los intentos de reforma atribuyéndoles a los proponentes la intención de establecer un “laicismo”, término cuyo concepto es el de relegar el tema religioso al ámbito privado de la persona y de hostilidad hacia la religión, aunque en la redacción del proyecto en trámite no se vislumbre tal propósito.
La posición o estrategia de los jerarcas de la Iglesia católica nacional es la de condicionar la aprobación de la reforma a la firma de un acuerdo o tratado bilateral entre la Santa Sede y el Gobierno de Costa Rica, propuesto desde hace varios años, en su tesis doctoral, por monseñor Dagoberto Campos, sacerdote costarricense que actualmente se desempeña como diplomático del Vaticano, instrumento que se comenzó a negociar en la administración anterior, pero que no ha tenido mayor avance y con el que se pretende garantizar las ventajas que hoy goza esa confesión religiosa.
“Sana laicidad”. Sin embargo, las autoridades de la Santa Sede son más abiertas y favorecen la eliminación de la confesionalidad del Estado costarricense, ya que esa es una posición reiterativa y diáfana de la Iglesia desde el Concilio Vaticano II, reafirmada con contundencia y repetidamente por el papa emérito Benedicto XVI y por el actual pontífice, Francisco, conscientes de que las relaciones entre el poder civil y el espiritual deben darse con independencia de cada uno, en el marco de un Estado laico, en el que se reconozca la autonomía de lo político y lo civil respecto de lo religioso y espiritual, en el que se respete a quienes profesan cualquier religión y a los que no profesan ninguna.
Ambos pontífices promueven el concepto de una “sana laicidad”, que respete la importancia de las raíces, de la historia y de la cultura cristianas y el papel de las religiones en la formación integral de la persona.
En esa misma línea, con el especial y cuidadoso lenguaje que caracteriza a la diplomacia vaticana, el hoy cardenal y secretario de Estado del Vaticano, Pietro Parolin, me expresó hace algunos años, durante mi desempeño como embajador, que la Santa Sede no estaba de acuerdo con la confesionalidad del Estado costarricense.
Para el entonces subsecretario de la Sección para las Relaciones con los Estados era inconcebible que en pleno siglo XXI Costa Rica aún mantuviera vigente la disposición constitucional que así lo establece y no tuvo reparos en criticar y desaprobar ese anacronismo.
Un absurdo que, sin duda alguna, se contrapone al concepto de que el Estado democrático moderno –que aglutina una sociedad heterogénea con diversidad de creencias– tiene como base el principio de laicidad del poder público y el reconocimiento del derecho fundamental a la libertad religiosa.
Concepto que, aunque parezca inverosímil, no es compartido por otras denominaciones religiosas con representación política en el Congreso, las que paradójicamente son favorables a que la religión católica, apostólica y romana continúe siendo la de nuestro Estado, disposición constitucional que evidentemente discrimina a todas las demás confesiones.
Apoyo creciente. Por otra parte, según las encuestas el apoyo popular al Estado laico ha venido creciendo, y actualmente son más los ciudadanos que lo apoyan que aquellos que lo adversan, aspecto que deben tomar en cuenta los legisladores a la hora de tramitar el proyecto.
Si el Poder Ejecutivo, resistiendo las lógicas presiones en contra, accede a la solicitud formulada por la bancada oficial, junto con otras dos fracciones legislativas, y si la Asamblea Legislativa aprueba las reformas planteadas, a pesar de la obstinada oposición de algunos de sus diputados, se pondría punto final a un debate que ya dura varias décadas y se daría un paso en la dirección correcta.
El autor fue embajador ante el Vaticano.