El pasado 23 de junio el señor Mario Madrigal , en un artículo tan cargado de ofensas como pobre en argumentos, intenta eclipsar con un dedo la luz que irradia la Santa Iglesia Católica. No me corresponde, ni tampoco es mi intención, referirme a los asuntos económicos relacionados con la Iglesia Católica en Costa Rica. Para los lectores interesados en el tema, los remito a las aclaracionesdadas por mi hermano en el episcopado monseñor Hugo Barrantes, arzobispo de San José y presidente de la Conferencia Epsicopal de Costa Rica (La Nación del 22 de junio y La Nación del 29 de junio).
Sobre este punto, confiamos plenamente en Dios y en la actuación de los tribunales de Costa Rica, que no se apresuran en sacar conclusiones con base en reportajes periodísticos, por respetables que sean sus autores; y menos aún se lanzan a condenar, guiados por los rencores ideológicos que, por desgracia, se trasparentan en el artículo del señor Madrigal.
Tampoco deseo en mi condición de Nuncio Apostólico tratar sobre temas tan poco trascendentes como la calidad del vino o de la comida que le sirvieron a don Mario cuando tuvo la oportunidad de cenar enla Nunciatura; ni averiguar si don Mario sabe distinguir el oro de todo lo que brilla. Por cierto, no nos dice él los motivos por los cuales era uno de los invitados de la Nunciatura. ¿Habrá sido representante de las personas que se alegrarían si la Iglesia Católica desapareciera? Aquí yo desearía mucho que así no hubiese sido. Lo cierto es que parecería que en la ocasión no sintió mucho desagrado al consumir las comidas que, amablemente, le ofrecieron mis antecesores en el cargo.
Puertas abiertas. La acusación no es nueva. El Señor, “siempre humilde” como hasta don Mario reconoce, también sufrió este tipo de comentarios y fue tachado de “comilón y de borracho” (Lucas 7, 33-35). Los comentarios del Sr. Madrigal podrían dar la idea de una Nunciatura inaccesible. No es así. En varias oportunidades he dicho que las puertas de la Nunciatura Apostólica están abiertas para recibir a todos los costarricenses y los visitantes de cualquier condición social, de cualquier religión. Domingo a domingo en ella celebro la Santa Misa para aquellos que deseen participar. A ellas también está invitado el señor Madrigal y su querida familia para beneficiarse de un verdadero banquete celestial, el banquete Eucarístico, y disfrutar un momento de amistad verdadera entre las personas.
Me mueve a hacer estas reflexiones, la visión simplista o, más bien, mutilada que nos presenta don Mario con respecto a la historia de la Iglesia y de los papas. Pienso que los lectores merecen una visión más universal. Lo hago con el mismo espíritu expresado por su santidad Pablo VI en la Asamblea de las Naciones Unidas, el año 1965: “No tenemos nada que pedir, ninguna cuestión que plantear, a lo sumo un deseo que formular, un permiso que solicitar: el de poder servirles en lo que esté a nuestro alcance con desinterés, humildad y amor”.
La historia de la Iglesia y de los papas es, en primer lugar, la historia de millones de mártires que ofrendaron, y entregan hoy, su vida por la Fe en Cristo. Merecieron esta gloria, por ejemplo, el primer Papa, San Pedro, cuya solemnidad conmemoramos en días pasados, pero también un papa San Cleto o el papa San Marcelino, entre otros. Es la historia de aquellos que sin poseer nada supieron atesorar en el cielo, por la práctica de las virtudes cristianas, como un San Martín de Porres, una Santa Bernardita Soubirous o los humildes pastorcitos de Fátima. O de aquellos que nacidos en la nobleza, rodeados de gloria o en la abundancia de bienes, se despojaron de todo para mejor servir a Dios y a sus hermanos. Ejemplos no faltan, como una Santa Isabel de Hungría, un San Ignacio de Loyola o un San Francisco de Asís. Hubo otros que sin dejar sus dignidades vivieron desapegados por completo del mundo y así se santificaron como San Luis Rey de Francia, Santa Elena, Santa Eduviges. En ese desprendimiento absoluto y desinteresado hubo también aquellos que, no conformes con renunciar a la sangre o la fortuna, se hicieron uno con el dolor del prójimo y entregaron su vida por ellos, como un San Luis Gonzaga, que habiendo renunciado a su título de príncipe a favor de su hermano y cuidando enfermos en los hospitales, contrajo él mismo una enfermedad que lo llevó al sepulcro.
Es la historia de la beata sor María Romero, así como también de miles de hombres y mujeres, religiosos o laicos, que en todos los tiempos y también en los nuestros, sirvieron y sirven en el absoluto anonimato a los más necesitados, a los pobres, a los ancianos y huérfanos, a los privados de libertad y a los enfermos; teniendo como únicos testigos las paredes de los hospitales, de los asilos y las cárceles o las humildes casas de los que menos tienen.
En fin y para no ir muy lejos en el tiempo, bastaría mencionar al siervo de Dios Juan Pablo II, amado por los creyentes, admirado por los incrédulos y respetado hasta por sus adversarios.
Termino por agradecer al señor Madrigal la oportunidad que ofreció para dar a conocer, aunque sea de modo imperfecto, el verdadero rostro de la Iglesia de Cristo.