Lo que está sucediendo en Estados Unidos (como un encuentro de fuerzas entre los partidos Demócrata y Republicano) debe ser tema de sereno análisis desde el punto de vista ideológico, así como de política práctica.
El caso norteamericano se transforma en preocupación mundial, en primer lugar, porque casi no tiene precedentes en ese país, y, luego, por el impacto económico que representa para el resto del mundo. Un desbarajuste social, político o económico en Estados Unidos, por su propio peso específico, se universaliza.
El asunto se puede simplificar de la siguiente manera: el presidente Obama, a través del Partido Demócrata, logró aprobar, hace tres años, una ley de salud pública que garantiza el acceso a los servicios médicos y hospitalarios para 54 millones de personas de escasos recursos económicos.
Ahora, el Partido Republicano manifestó, primero, que no aprobaba el presupuesto federal (decidiéndose después por secuestrar al Gobierno por el techo de la deuda), si no se desmantelaba la reforma sanitaria. Una situación parecida, pero no tan dramática, se presentó –por motivos semejantes– durante la segunda administración del presidente Clinton. Pero este, con menos decisión y valor, o por no contar con el apoyo suficiente, cedió y pudo continuar gobernando según los planteamientos que le marcaron los republicanos. Obama, hasta el momento, se mantiene firme, por lo que conserva una decidida posición ideológica de carácter social.
Sin entrar en otra clase de consideraciones, a lo que quiero referirme es al conflicto entre ideología y política, llevado a su punto extremo, es decir, a la prueba de quién tiene el poder en Estados Unidos.
Recordemos que, a partir de los años 50 del siglo pasado, sociólogos como Raymond Aron, Daniel Bell y Seymour Martin Lipset manifestaron que las ideologías estaban en declinación irreversible y que era pronosticable su fin. Años después, Francis Fukuyama declaró su muerte. Esta contundente declaración nació y se arraigó en las sociedades industrializadas de Occidente, y de allí saltó –tomándolo como verdad absoluta– a los países subdesarrollados.
Corporativismo. El liberalismo económico, consolidado al máximo, pretendió demostrar que las ideologías habían desaparecido, dando lugar a la libertad sin controles, sobre todo en las actividades económicas y financieras. O sea, que los partidos políticos, los Parlamentos y la democracia representativa podían comenzar a cerrar sus puertas, porque había llegado la época del gobierno corporativista.
El fenómeno del corporativismo no es nuevo. Se ha presentado en diferentes etapas históricas, desde la Edad Media hasta nuestros días. Organizaciones de artesanos y de profesionales, luchando por sus intereses particulares y disputando, asimismo, poderes políticos. Opacado durante un tiempo, renace durante la Revolución Industrial, protestando primero contra la empresa capitalista, para transformarse después en una organización opuesta a la consolidación del Estado, las nacientes ideas democráticas y la revolución política. Estos grupos regresivos fueron acogidos más tarde por la Iglesia católica como medio de mantener el estatus. Así lo estableció León XIII en su encíclica Quod apostolici muneris : “Se hace oportuno favorecer a las sociedades artesanales y obreras que, puestas bajo la tutela de la religión, acostumbren a todos sus socios a mantenerse contentos con su suerte y soportar con mérito la fatiga y llevar siempre una vida quieta y tranquila”.
Sindicalismo. El sindicalismo, después, arrinconó al corporativismo, llamando a los trabajadores a unirse, pero para luchar por sus derechos, y, desde luego, lejos de estar contentos con su suerte y de someterse pasivamente a una vida quieta y tranquila.
Mussolini, que había sido socialista doctrinario, cambió de rumbo y fundó el fascismo, pretendiendo desviar desde el poder la corriente social que organizaba a los trabajadores para luchar por sus derechos. Unión de trabajadores, sí, pero organizados y dirigidos desde el poder político; sindicatos, sí, pero verticales, controlados por la estructura política; socialismo, sí, pero nacionalizado. Así nació el nacionalfascismo, feroz organización antidemocrática, que intentó detener la evolución natural de las sociedades.
Desde el poder. Con la caída del Muro de Berlín, el equilibrio del poder mundial desaparece, dando lugar al fortalecimiento del liberalismo totalmente sin control. Renace el corporativismo, pero, esta vez, ya no de artesanos o de profesionales, sino de banqueros, de compañías de seguros y de empresas multimillonarias que llegaron a controlar todo lo que representa el capital del mundo. Otra vez oponiéndose a la evolución natural de las sociedades, mediante un corporativismo dominado desde el poder y, en este caso, desde un invisible superpoder que destruye la institucionalidad democrática. La muerte de las ideologías estaba confirmada sin haber sucedido.
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, renace la democracia y se fortalecen sus instituciones –sindicatos, cooperativas, partidos políticos y Parlamento–, perdiendo de nuevo poder las corporaciones, en un corto pero significativo período de cuarenta años.
Lucha ideológica. Pero, ahora, la confrontación de los poderosos partidos políticos en la tambaleante pero aún fuerte democracia norteamericana nos retrocede a la antigua contienda: en una democracia, la lucha es ideológica. Y así lo es, pues la ideología es el tema central; la praxis no es más que el procedimiento, la estrategia.
La política tiene por misión conciliar las diferencias y conflictos que produce el choque de las ideologías. Aun cuando los partidos norteamericanos no tienen posiciones ideológicas tan distintas, conservan diferencias apreciables. El demócrata tiende a una suave y tímida democracia social; el republicano es liberal a ultranza, pero no confiesa que lo es porque hasta ese término les asusta.
La política práctica del partido conservador es de intereses personales: son las empresas las que imponen las directrices. Ha sido un corporativismo semioculto –sin banderas triunfadoras– pero presente.
Cuando los contrarios proponen una reforma social, esos intereses particulares se sostienen firmes y hacen lo posible por evitar que la reforma prospere. Entonces se presenta con caracteres relevantes el viejo conflicto: ideología frente a política práctica, que, en el caso norteamericano, es ideología frente a intereses económicos particulares; en otros términos, qué es lo mejor para el país frente a qué es lo mejor para las empresas.
Principio moral. En el fondo, lo que se plantea es el principio moral que da base y sustento a la democracia, su razón filosófica: la democracia es un sistema político que permite organizar a la sociedad para que todos los ciudadanos disfruten, en paz, de bienes, servicios y seguridad.
Es la moral política la que da tumbos en este momento en Estados Unidos. Usar la política para defender intereses particulares, enriqueciendo a las empresas, es la más grande de las inmoralidades. Si, en este encuentro de poderes, Obama gana, entonces triunfará la democracia; de lo contrario, el triunfo será para quienes la explotan.