La dignidad humana es uno de los constructos básicos de la ética occidental. Entendemos que toda persona tiene capacidad de razón y autonomía, es decir, la posibilidad de autodeterminarse. Sin embargo, nadie debe utilizar esta facultad como medio para sus propios fines.
Lo anterior es muy simple de comprender en el caso de una persona adulta. Cada quien debería estar en la capacidad de elegir dónde, con quién, cómo y bajo qué términos llevar su vida, dentro de unos límites aceptables de convivencia.
La aplicación de la dignidad humana bajo estas condiciones difícilmente genera discusión; el problema surge cuando tratamos de definir los límites de esta dignidad y la vida humana en sí misma: dónde empieza y dónde termina.
Es en una situación límite –como en un estado de muerte neurológica, en el que se estima que la persona conserva funciones básicas pero ha perdido su conciencia, su capacidad de decidir y ser autónoma–, cuando nos topamos con la dificultad de mantener un acuerdo uniforme. Es decir, en un caso como el descrito, ¿es lícito terminar con la vida de una persona porque no se mantienen aquellas condiciones que, creíamos, fundamentaban su dignidad?
Actualmente, hay una discusión en ciernes sobre casos de personas a las que se les había asignado la “etiqueta” de muerte neurológica y después se determinó que aún conservaban un estado íntegro de conciencia.
Pero esta cuestión tiene como eje central nuestra capacidad de diagnosticar la pérdida de funciones cerebrales, pues ante la certeza de que hay conciencia, la decisión de terminar con una vida no se toma tan a la ligera.
Vida prenatal. Si el límite final de la vida humana y su dignidad generan controversia, también lo hace su inicio. Sabemos que un recién nacido es incapaz de tomar decisiones autónomas sobre qué hacer con su vida; incluso no puede sobrevivir sin la asistencia de otras personas, pero igualmente lo consideramos ser humano, con dignidad y derechos.
No obstante, ¿qué pasa con la vida prenatal? Se repiten las mismas condiciones: falta de autonomía pero posibilidad de desarrollarla. Sin embargo, no hay un criterio uniforme sobre cuándo se lo puede considerar un ser con dignidad humana. Para algunas personas (y legislaciones), será a partir de una cantidad específica de semanas de gestación, ya sea por el nivel de desarrollo esperado o por simple convención; para otras, no será persona hasta que nazca, y para otras, lo será desde la implantación o la concepción.
Quienes defendemos la dignidad humana desde la unión del óvulo con el espermatozoide, vemos en el nuevo ser un igual en cuanto a su composición genética, su individualidad y posibilidades de desarrollo. Todos coincidimos en que es a partir de ese momento en que hay una vida independiente y diferenciada, aun cuando requiera de alguien más para desarrollarse; la diferencia es que unos consideran que esa vida no merece, aún, ser considerada como humana.
Siendo así, no es con la simple autonomía (la capacidad de determinarse y decidir sobre nuestra propia vida) con la que establecemos los límites de la dignidad humana.
Acordamos reconocerle dignidad a nuestros semejantes, pero no quiénes son esos semejantes. Para generaciones anteriores (y algunos grupos actuales), no eran iguales en dignidad los negros y los blancos, los indígenas americanos y los europeos, las mujeres y los hombres, los niños y los adultos, e, incluso, los practicantes de otra religión y los de la propia.
La capacidad argumentativa –la posibilidad de hacerse oír– permitió que les reconociéramos su dignidad a importantes grupos humanos (mujeres, negros, indígenas), quienes pueden, hasta cierto punto, defenderse por sí mismos.
Hoy se discute sobre la dignidad de quienes no tienen voz propia y cuyos derechos son defendidos por otros grupos (personas con discapacidades cognitivas, no nacidos, personas con supuesta muerte neurológica y hasta otras especies animales).
Solo el tiempo nos dirá hasta dónde se abrirán o cerrarán esos límites, sabiendo siempre que futuras circunstancias podrían poner nuevamente estas discusiones en la palestra.
¿Cuáles son los límites de la dignidad humana? Depende de a quién y en qué época se le pregunte, pero a fin de cuentas parece que sistemáticamente denegamos la humanidad según nos resulta útil: cuando nos convenía tener esclavos, cuando queríamos aprovecharnos de las riquezas de los habitantes originarios, cuando queremos sacar provecho económico de otros, o cuando sería demasiado duro para nuestras propias conciencias reconocer humanidad en quienes hoy día tratamos como objetos.
La historia ha seguido el mismo rumbo, y poco a poco se han ampliado los límites de la dignidad humana.
Sospecho que así como ahora juzgamos duramente a quienes no quisieron reconocer la humanidad presente en los antes excluidos, harán lo mismo con nosotros las futuras generaciones.
Hoy algunos se enfurecerán conmigo por decir esto; quizá algún día, a otros les parecerá una obviedad indiscutible.
El autor es psicólogo.