Ya no es solo el chavismo latinoamericano, ni los votantes “viejos e ignorantes” del Reino Unido que favorecieron el brexit, en parte porque dudan de las ventajas de la globalización. Tampoco se trata únicamente de los trabajadores blancos de las zonas industriales tradicionales de Estados Unidos, los cuales angustiados por el desempleo llevan al poder a la extrema derecha liderada por Trump y su ataque a los tratados de libre comercio, hijos de las prédicas proglobalización.
Ahora es el culto y visionario Obama quien reacciona afirmando que “el curso actual de la globalización tiene que ser corregido”, y que los países tienen que confrontar sus impactos negativos.
El llamado de Obama no debe ignorarse, sobre todo, desde una economía como la nuestra, estrechamente integrada a la economía mundial.
Pero antes de hacer algunas propuestas de reforma, es bueno aclarar que la globalización, es decir la especialización, la división del trabajo y el comercio, no tiene nada de nuevo.
Se trata de un proceso que comenzó hace más de diez mil años, cuando el avance tecnológico permitió a familias y comunidades producir más alimentos de los necesarios para su sobrevivencia.
Sin embargo, hace casi cuatro décadas la ortodoxia promotora de la liberalización de mercados, la cual ya había mostrado sus limitaciones –tanto teóricas como prácticas– desde las primeras décadas del siglo XX, fue revivida (por eso la llamamos neoliberalismo) con fuerza desde Washington, Londres y los organismos financieros internacionales.
La ideología se promovió como inevitable, no utilizando argumentos racionales, sino porque, supuestamente, había un evento nuevo en la historia, el cual se llamaba globalización.
Ideología específica. De repente, el proceso milenario y realmente inevitable –el desarrollo tecnológico y la globalización– se asoció con una ideología específica y se intentó convencer al mundo de que las políticas y las instituciones debían acomodarse a este nuevo evento, so pena de impedir el progreso humano (“o nos subimos al tren de la globalización o este nos arrasa”).
Por cierto, esta no fue la primera vez que se promovía una ideología particular acudiendo a argumentos pseudocientíficos que supuestamente demostraban su inevitabilidad: Marx en la segunda mitad del siglo XIX había promovido el modo de producción comunista también como el inevitable resultado del avance tecnológico, ante lo cual el hombre (las personas, diríamos hoy) tenía poco que hacer.
El acomodo recomendado fue, sin embargo, profundamente contradictorio y notoriamente sesgado a favor de las grandes corporaciones.
En esencia se trató de eliminar cualquier obstáculo al capital multinacional para que se desarrollara a sus anchas. La liberalización del comercio fue parte esencial del recetario, sin reparar que otorga enormes ventajas a las empresas que operan a gran escala, tienen redes de distribución mundiales y recursos para investigar mercados.
Pero, además, no solo era necesario privatizar los buenos negocios que pudiesen estar en manos del Estado, también debía permitirse al mercado operando libremente definir precios, costos, y asignara todos los factores productivos y distribuyera entre la población los beneficios del desarrollo.
Más aún, debía privatizarse la administración de justicia para los casos de más importancia para el capital multinacional, en caso de que este se sintiera incomodo con los sistemas de justicia construidos en el marco democrático e institucional de los países.
Contradicciones. En un mundo en que se minimizan los controles y la defensa de los intereses de la colectividad, prevalece la ley de la selva, la del más fuerte. Pero el descontento actual con la globalización no se deriva solo de las carencias inherentes al modelo neoliberal que le ha acompañado en las últimas décadas, sino, sobre todo, de las contradicciones que han acompañado su puesta en práctica.
Ello porque, si bien es cierto la prédica promovió la ley de la selva –la cual ya sería suficientemente perjudicial para los económicamente más débiles–, en la práctica se mantuvieron y desarrollaron aquellas distorsiones al funcionamiento de las fuerzas del mercado que favorecían a los más fuertes.
De ese modo, si una empresa mediana o pequeña quiebra, se trata de la “destrucción creativa” que genera la competencia por mercados, lo cual, supuestamente, es inevitable para que las economías se desarrollen.
Pero si se trata de grandes bancos, de grandes empresas constructoras de vehículos, de las corporaciones agrícolas, las reglas cambian y ese postulado schumpeteriano debe ser tirado al cajón de la basura.
En la realidad, las grandes empresas se han protegido de la competencia y se han subsidiado o nacionalizado, para que, a contrapelo de las órdenes del mercado, la “mano visible” del Estado les permita seguir operando.
Incoherencia. En nuestros países, proteger, subsidiar o exonerar al sector agrícola tradicional o a las empresas medianas y pequeñas (las de los ticos y ticas) fue denunciado como paternalismo del Estado y distorsión de las fuerzas del mercado.
Esto en el mismo instante en que se otorgaban transferencias y regalos, como los CAT a grandes empresas, préstamos del Banco Central a la banca privada a tasas de interés subsidiadas y exoneraciones fiscales a corporaciones agrícolas, industriales y turísticas, escogidas a dedo y preseleccionadas por políticos y burócratas… los mismos que predicaban que solo el mercado podía escoger correctamente “ganadores”.
Para estar dentro del grupo de los escogidos y beneficiarse del neopaternalismo estatal se requería ser grande: invertir al menos tantos millones de dólares, o tener un ente financiero con al menos tanto patrimonio o tener un hotel con al menos tantas habitaciones.
Lo cierto es que en el marco de la mal llamada era de la globalización, lo mismo en países ricos como en los pobres, la incoherencia entre la prédica ideologizada a favor del mercado y su “mano invisible” y las políticas de subsidios y exoneraciones fiscales a empresas grandes, alcanzaron niveles asombrosos.
La última avalancha de contradicciones se manifestó en el marco de la crisis económica del 2008. Tanto los republicanos de derecha del gobierno Bush II hasta los gobiernos conservadores y socialdemócratas “modernos” de Europa, por una parte promovían el libre mercado y por la otra destinaban varios trillones de dólares a subsidiar o nacionalizar las grandes corporaciones industriales y financieras que el libre mercado estaba por conducir a la quiebra.
Entonces la evidencia nacional e internacional demuestra contundentemente que cuando el neoliberalismo de la globalización promovía la competencia y atacaba las distorsiones de los mercados y el intervencionismo del Estado, no se refería a las políticas dirigidas a favorecer grandes empresas.
Por el contrario, si esa globalización promovió competencia en relación con grandes empresas, fue la que surgió (y sobrevive) entre países y Estados, llámese China, Costa Rica o California, en su carrera para ver cuál les otorgaba más exoneraciones fiscales y subsidios.
Compromisos. Como resultado de las circunstancias descritas, millones de personas se sienten fuera del progreso, lo cual creó los espacios políticos para la demagogia populista del brexit y Trump y llegamos al responsable llamado de Obama a revisar la forma en que la globalización moderna se ha desarrollado.
La respuesta a este llamado debe contemplar los siguientes compromisos internacionales:
1. Prohibir los paraísos fiscales –estén donde estén, llámese Panamá o el Reino Unido–, la utilización de precios de transferencia y la triangulación de domicilios tributarios. Esto con el fin de impedir a las grandes corporaciones evadir el pago de impuestos sobre las ganancias.
2. Prohibir las exoneraciones fiscales creadas con el fin de atraer inversión. Esto para evitar la regresividad en las estructuras tributarias hoy prevalecientes en casi todo los países. Como ese mecanismo para atraer inversiones está tan generalizado, solo las corporaciones ganan, pues los países no son capaces de crear ventajas relativas exonerando el pago de impuestos.
3. Eliminar los subsidios y las barreras proteccionistas a las corporaciones agrícolas de Estados Unidos y Europa.
4. Permitir subsidios y exoneraciones fiscales únicamente cuando se trate de ayudar a emprendedores y pymes a solventar costos de entrada o cuando sea necesario tomar en cuenta externalidades (ambientales, geográficas, étnicas, de género, etc.).
5. Limitar las protecciones a la propiedad intelectual a lo estrictamente requerido para no desestimular la I&D y la innovación.
6. Regular los precios de los insumos agrícolas, de los medicamentos y de otros productos de primera necesidad. Esto para evitar las consecuencias negativas de la cartelización y los acuerdos de distribución de mercados entre las corporaciones.
7. Controlar la movilidad internacional de capitales. Esto para impedir a los grandes operadores financieros manipular tipos de cambio y tasas de interés de acuerdo a su conveniencia aunque dañen las economías de los países.
8. Eliminar de los tratados de libre comercio y de los préstamos de los organismos internacionales la obligación de privatizar o abrir a la competencia negocios rentables propiedad del sector público. Esto para evitar que los grandes capitales mundiales terminen apropiándose de todo buen negocio.
9. Eliminar de los tratados de libre comercio, de los préstamos de los organismos internacionales y de los tratados de inversión la obligación de permitir a las corporaciones optar por mecanismos para la resolución de conflictos al margen del sistema judicial de cada jurisdicción territorial.
Acuerdos. Es evidente que lograr acuerdos multilaterales en estos campos no es fácil. Pero el mundo ya ha sido capaz de comprometerse en áreas más sensibles, por ejemplo, en materia ambiental, la utilización de la Antártida, la navegación espacial o en lo relativo al monitoreo y la proliferación de armas de destrucción masiva y de armas menores (¡promovido por Costa Rica!), etc.
Ya existen controles y coordinaciones, en fin, gobernanza mundial, en múltiples campos, para regular desde el deporte hasta la guerra; con castigos a los transgresores.
Si por fin hasta en las sociedades más avanzadas y poderosas se ha llegado a la conclusión de que algo debe hacerse con la ideología que ha acompañado la globalización contemporánea, las posibilidades de rectificación no son despreciables.
Costa Rica, a partir de su prestigio internacional, está en posición de atender el llamado del presidente Obama. De paso, podría contribuir a evitar que las consecuencias negativas de la ideologización de la globalización sigan creando espacios para las atrocidades populistas, racistas y antiderechos humanos de los Trump del planeta.
El autor es diputado del PAC.