Ejercer la sensatez en público puede exigir valentía, sobre todo si conduce a la autocrítica. Unas veces, la decisión llega con conveniente rapidez; otras, con sorprendente tardanza. Pero siempre merece destacarse.
En el caso de Eduardo Galeano, el retraso ha sido de cuatro décadas.
El 14 de abril, durante la inauguración de la segunda Bienal del Libro y la Lectura de Brasilia, dedicada a él, Galeano decidió oficiar un inesperado acto de sanidad intelectual.
Crítica doble. Al hablar de su obra canónica, Las venas abiertas de América Latina, aparecida en 1971, la fustigó a dos bandas, para sorpresa de sus anfitriones y desánimo de sus seguidores.
El primer golpe fue al estilo: “Yo no sería capaz de leer el libro de nuevo. Para mí, esa prosa de izquierda tradicional es pesadísima”.
El otro lo asestó contra la yugular sustantiva: “Yo no tenía (entonces) la formación necesaria. No estoy arrepentido de haberlo escrito, pero fue una etapa que, para mí, está superada”. Y, como remate, confesó que lo compuso “sin conocer debidamente de economía y política”, a pesar de que esos eran los temas del libro.
Confieso que, por primera vez en mi vida, he estado en total acuerdo con Galeano, no solo por la forma en que cortó con sus venas , sino, también, por los corolarios de la declaración. El primero: hay que evitar la pesadez estilística y la solemnidad retórica, tan común en los teóricos sin verdadera teoría; segundo, se impone investigar, correlacionar y analizar críticamente antes de ensayar interpretaciones históricas, sociales, económicas o de cualquier otra índole, sobre todo si tienen ínfulas de verdades absolutas.
Las venas falló –y a la vez tuvo éxito– por su simplismo interpretativo, su debilidad fáctica, su determinismo pegajoso y su abordaje conspirativo sobre las complejas realidades del desarrollo. Presentada como un agudo análisis del tortuoso devenir latinoamericano, la obra es, en realidad, un abultado manifiesto incapaz de conciliarse con la realidad.
Endeble teoría. Fue promovida como una teoría del subdesarrollo, pero en realidad aportó muy poco al conocimiento de la realidad económica y social latinoamericana, menos aún a la búsqueda de estrategias para superar la postración y estimular el crecimiento y bienestar de nuestra gente.
En este sentido, y aunque coqueteó con ella, se quedó corta en relación con la llamada “teoría de la dependencia”, cuyo apogeo palpitó junto a las venas .
Desde su gestor, Raúl Prebish, impulsor del concepto “centro-periferia”, hasta seguidores como Celso Furtado y Fernando Henrique Cardoso, la literatura sobre la dependencia tuvo un anclaje intelectual más profundo y una voluntad de diálogo académico más abierto. Cardoso, en particular, se percató oportunamente de las fisuras de ese andamiaje y se corrigió con rigor y honestidad. Además, demostró su talante de estadista cuando, como presidente, sacó a Brasil de sus crisis crónicas y lo enrumbó hacia el progreso sostenido.
Las venas , en cambio, quedó reducida a la categoría de obra sacra y, por ende, sectaria. Esto explica, en parte, que se convirtiera en un libro multiuso para quienes se aproximaran a la convulsa realidad hemisférica desde diversas ópticas contestatarias.
La esencia de su planteamiento es que el subdesarrollo latinoamericano proviene de una centenaria explotación imperialista (desde la colonia hispana hasta la neocolonia yanqui), aliada a élites locales para extraer riquezas y, como consecuencia, producir pobreza.
Los dos secciones del libro llevan títulos que revelan su orientación determinista: “La pobreza del hombre como resultado de la riqueza de la tierra”, para la primera, y “El desarrollo es un viaje con más náufragos que navegantes”, para la segunda.
Palabras sacras. Durante su apogeo, Las venas abiertas de América Latina fue lectura casi obligada –por decisión o imposición– de enormes contingentes de universitarios latinoamericanos.
No me atrevería a decir, como afirman otros, que se convirtió en “la Biblia” de las izquierdas criollas. Su alcance fue más limitado: el de un evangelio alternativo para quienes no se sentían del todo satisfechos con el antiguo testamento de Marx y buscaban algo más “nuestro” y emotivo para racionalizar convicciones a las que habían llegado por otros medios. Más que un texto de conversión, lo fue de reafirmación y, en ocasiones, de identidad.
También sé que muchos leyeron (leímos) al Galeano teorizante con gran sentido crítico o, simplemente, con el desdén del estudiante a quien no le queda más que complacer al profesor dogmático.
No podemos, entonces, exagerar su influencia. Sin embargo, tampoco podemos desconocer el fuerte impacto de Las venas en algunas generaciones latinoamericanas, sobre todo en los países sometidos a dictaduras militares, ni desdeñar su importancia para entender, hoy, algunas claves de la izquierda revolucionaria pasada. En este sentido, es un buen objeto de estudio para la arqueología política. El libro, además, catapultó a Galeano como autor icónico. Yo lo prefiero como alquimista de relatos breves y agudo comentarista de fútbol, pero otros se empeñan en reconocerlo como pensador todo terreno.
Por algo le dedicaron la Feria del Libro de Brasilia. Que utilizara la ocasión para sacudir la rama más conocida de su trabajo es refrescante; que lo hiciera tan tardíamente, lamentable. Sin embargo, ya el tiempo y la realidad se habían encargado de hacer la tarea. Por esto, su gesto fue de un redundante dramatismo, pero, aun así, revela valentía.