Hace unos días, un profesor de la Escuela de Ciencias Políticas de la Universidad de Costa Rica expuso que la gestión de la ministra de Justicia y Paz, Cecilia Sánchez, es el punto de ruptura del discurso represivo instalado en el debate político y en el imaginario colectivo durante más de 25 años. Es verdad. El tema penitenciario es incómodo, una institución problemática, mucho más cuando la mayoría de privados de libertad son fruto de modelos de desarrollo que favorecen la fractura social y generan exclusión.
No es solo su difícil encaje democrático, pues supone la negación o la flexibilización al menos de las atribuciones a las que toda persona tiene derecho en democracia; es también la idea repetida de que la cárcel pondrá fin a la violencia, machismo, contaminación de ríos, evasión fiscal, intolerancia religiosa o discriminación por orientación sexual.
Los grupos políticos han ofrecido el encierro como respuesta a (casi) todos los problemas sociales. Han sido irresponsables e ingenuos. Nos han hecho creer que la cárcel era una suerte de destino, que aniquila todo lo que nos resulta peligroso, incómodo, problemático o inmoral. En un depósito donde desechar a los indeseables para olvidarnos de que existen, pero esa cortedad de miras no alcanza para tapar la pertinaz y obcecada realidad.
La cárcel se ofrece como recurso ejemplarizante, como mecanismo para disuadir las conductas delictivas y alimentar nuestras esperanzas de una sociedad más segura y menos violenta. Sin embargo, detrás de ella se esconde una maraña de efectos colaterales sobre el privado de libertad y su entorno familiar que únicamente sirve para arrinconarlos a más marginalidad y, aunque escueza reconocerlo, a que los que esperan más seguridad con el apartamiento se encuentren más inseguros y con mayor riesgo de convertirse en víctimas de la violencia.
Sin efecto. Por años, el Ministerio de Justicia se ha dedicado a administrar las cárceles y, al menos desde lo político, a disimular que el ensanchamiento del sistema penal con el que se aumentaron penas, se eliminaron beneficios carcelarios o se crearon nuevos delitos, no ha parado la violencia y ha sumado, en cambio, más excluidos.
Ha sido una mujer pensionada, que recibe los mismos ingresos que si estuviera en la casa disfrutando de su jubilación, la que ha dicho y hecho lo que nadie, con poder de decisión, se atrevió a decir o hacer antes. El rupturismo de Cecilia Sánchez, cuya gestión cumplió 24 meses el pasado 1.° de agosto, ha molestado porque es mucho más fácil ocultar la realidad que plantarle cara.
Sin duda habrá muchos, me incluyo, que ideológicamente estemos situados junto con la ministra. Sin embargo, después de trabajar a su lado estos meses no tengo duda de que los cambios no se hubieran impulsado solo por unas convicciones teóricas.
Hace algún tiempo, en una reunión, Alberto Binder, jurista argentino, dijo que quizás había llegado el momento en que se necesitara menos de Michel Foucault y más de Concepción Arenal. Es decir, menos de debates teóricos y más de acciones concretas para, de verdad, recuperar la dignidad de grupos de personas cuya condición de humanidad no han perdido, pero de la que el Estado, a fuerza de una inercia escalofriante para no parecer débil, ha ido despojando.
Actitud transformadora. Concepción Arenal fue una mujer del siglo XIX que en la España de entonces denunció las condiciones de hacinamiento y deterioro en las que vivían miles de reclusos. No se conformó con teorizar, se empleó a fondo para transformar un sistema colapsado.
La ministra ha exigido mejores procesos de atención y promovido cambios estructurales como la presentación de proyectos de ley, la creación de nuevos modelos para el abordaje técnico o de una oficina para el acompañamiento en el egreso o el cierre de Las Tumbas.
La sensibilidad de la ministra conmueve, se trata de una mujer cuyos apuros están en transformar lo que hay, con una solidez teórica fuera de duda, pero también en vincularse con personas encarceladas. La inspira una inquebrantable certeza de que merecen ser tratadas con dignidad.
La gente no sabe de quienes la buscan para que las ayude a encontrar trabajo, de padres de privados de libertad desesperados por desahogarse o de los fines de semana escuchando a las familias en los centros penales. Cecilia Sánchez ha demostrado la importancia de feminizar la política, de generar liderazgos transformacionales.
El reto pasa por convencernos de que más allá de nuestros mitos fundacionales, una sociedad será verdaderamente democrática cuando sea capaz de reconocerse en los otros y no podría ser de modo distinto. Esto supone que haya hombres y mujeres que no dejen de decirlo y demostrarlo con acciones.
El autor es viceministro de Justicia.