En una novela del colombiano Alvaro Mutis, el protagonista se encuentra en Costa Rica en viaje de negocios, alguien lo invita a comer, le sirve tamales y esto le da al autor oportunidad de arremeter contra lo que considera una comida insípida, primitiva e indigesta. No es cuestión de entablar un debate gastronómico con el conocido novelista, pero el episodio me vino a la mente al leer en estos días, en la revista The CaribeanJournalof Food Contamination correspondiente al cuarto trimestre de 1994, un artículo del bromatólogo norteamericano O.J. Compton, quien se las toma contra el tamal costarricense desde una perspectiva menos literaria.
El grupo de investigación de Compton se dedicó a estudiar una rara curiosidad ictiológica: un descenso estacional de la población de peces observada en los ríos de Costa Rica. El fenómeno tiene lugar aproximadamente entre el 20 de diciembre de un año y mediados de enero del siguiente. Compton y sus colaboradores llegan a la conclusión de que, en ese período, se produce una gran mortandad de peces fluviales a causa del caldo de hojas de banano que los costarricenses vierten en los desagües alrededor de los días festivos de Navidad y año nuevo, época en la que -mal que le pese a Alvaro Mutis-, en nuestro país se confeccionan y consumen no menos de 5.000 toneladas métricas de tamal, esa especie de pastel de maíz que se cocina y se recocina dentro de una gruesa envoltura de hojas de banano.
Según informan los investigadores, en la actualidad más del 90% de las hojasutilizadas en la confección tamalera doméstica de Costa Rica provienen de bananales que en los seis meses anteriores fueron rociados una o varias veces con productos agroquímicos, algunos de ellos de alta toxicidad. Aun cuando es costumbre de quienes preparan los tamales --generalmente mujeres-- limpiar minuciosamente las hojas, estas siempre quedan profundamente impregnadas de sustancias nocivas que, en parte, son extraídas por el agua de cocción y, en menor cantidad, se integran a la masa comestible.
Las aguas así contaminadas pasan directamente a los desagües y, de ahí, a los ríos. Compton, sin embargo, no especula sobre los efectos de los contaminantes de las hojas en los seres humanos que ingieren los tamales, pero es posible que, como ocurre con las vitaminas y otros nutrientes, los residuos agroquímicos desaparezcan gradualmente a medida que los tamales se recalientan una y otra vez, ya que se acostumbra a conservarlos bajo refrigeración a lo largo de semanas. Se sabe de familias costarricenses que todavía en mayo o junio consumen tamales preparados en diciembre.
Advierte Compton que el proceso de soasar las hojas de banano con el fin de darles flexibilidad no contribuye de manera significativa a la eliminación de los contaminantes. Para que el soasado fuera efectivo debería hacerse con sopletes de acetileno a una temperatura cercana a los 800 grados centígrados y en ausencia de aire, condiciones que irían en detrimento de la calidad de las hojas.
Afortunadamente, es muy probable que el fenómeno observado por Compton no ocurra esta vez, pues fue muy escaso número de tamales que la administración neoliberal Figueres Olsen permitió que se prepararan en los hogares costarricenses al finalizar 1995, y a esta altura de las fiestas difícilmente quedará uno en las ollas. Por el lado positivo tenemos que en enero se podrá comer pescado de río en lugar de tamales, tan solo con echar anzuelos cebados en la corriente del río Tiribí. Otro triunfo, sin duda, de las políticas de sostenibilidad promovidas por el actual gobierno.
Por mi parte, no quise echar a perder la fiesta de los tamales de mis cuatro lectores, por lo que decidí no publicar esta información sino hasta hoy, 28 de diciembre. Día de los Santos Inocentes que, como se sabe fueron lactantes toda la vida y, por lo tanto, se la pasaron sin tamales.