Si la reforma electoral que se va a discutir próximamente en la Asamblea Legislativa se limita a lo que han reportado los medios de comunicación, me parece que tales cambios no van más allá del nivel cosmético y que, por lo tanto, no afectarán mayormente el funcionamiento más que defectuoso de nuestras instituciones políticas. Reformar significativamente una Carta Magna que nació al calor de un conflicto fratricida y que padece, en consecuencia, de graves defectos, requiere el coraje de la verdadera innovación.
Tomemos como ejemplo la ausencia, altamente perjudicial, a mi juicio, de una carrera parlamentaria. En respuesta a que, antes de 1948, algunos diputados, generalmente oficialistas, se perpetuaban en la curul, la Asamblea Constituyente que redactó la Constitución del 49 decidió, aparentemente sin mucha reflexión sobre las posibles consecuencias negativas de una tal prohibición, eliminar la reelección inmediata, forzando a todos los diputados a irse a su casa al final de cuatro años, a esperar una nueva oportunidad cuatro años más tarde. Las razones reflejaron, probablemente, el más puro sentir democrático pues corresponden a aquello, tan tico, de "un ratito cada uno". En la práctica, sin embargo, los resultados han sido menos que desastrosos. En cada nueva Asamblea Legislativa es apenas un puñado de sus miembros que cuenta con experiencia parlamentaria, experiencia que, además, a menudo ya no corresponde a las nuevas circunstancias sociales, económicas y políticas ni a los nuevos procedimientos parlamentarios. El proceso de aprendizaje, que solamente se da en los pocos ratos que deja la constante confrontación partidista (pues a los señores diputados parece costarles mucho aceptar que la campaña electoral ha terminado), se lleva fácilmente el primer año de labores. Y, al menos un año antes del fin del cuatrienio, ya comienza la campaña electoral siguiente, lo que impide o, por lo menos, restringe, la posibilidad de cualquier diálogo racional. De aquí que la labor productiva tiende a restringirse al segundo y tercer años. Haber aumentado a cinco años el período cambia poco a este esquema.
Lo lógico, aunque no necesariamente lo más popular, dada la presente actitud negativa de la ciudadanía hacia el Poder Legislativo, sería reintroducir la carrera legislativa. La introducción de esta reforma debería, creo yo, ser acompañada de otra reforma crucial, cual es la introducción de distritos electorales, de manera tendiente a evitar que la reelección sea parte del sistema nefasto de papeletas de partido, que lleva a elegir diputados sin o con poco arraigo popular. Este tipo de organización electoral forzaría a quien aspire a seguir representando al pueblo, a someterse personalmente, en función de su desempeño en el cargo, al veredicto directo de sus electores.
Otra ventaja del sistema de distrito electoral es que eliminaría la elección de diputados por subcociente y por subsubcociente pues quien obtuviere mayoría en su distrito saldría electo, promoviéndose así la predominancia de un bipartidismo sometido al control inmediato de la ciudadanía. Creo firmemente que este tipo de bipartidismo traería consigo una mayor estabilidad, así como también una mayor responsabilidad de los elegidos hacia los electores, destruyendo de una vez por todas la "tiranía de los enanos", que tantas componendas poco éticas ha producido. Y que no se diga que la eliminación del Parlamento de partidos que apenas representan porcentajes ínfimos del electorado es antidemocrática. Austria y Alemania, entre otros, conceden representación en el Poder Legislativo solamente a partidos que obtengan un mínimo de un 5 por ciento de los votos.
Una última observación: Creo que es un error llamar al Poder Legislativo el "Primer Poder" pues nuestro sistema no es parlamentarista sino presidencialista. De aquí que, carecer de mayoría en el Congreso, aunque incómodo para el Poder Ejecutivo, no implica que este tenga que renunciar, como es el caso en los sistemas parlamentaristas que predominan en el Viejo Continente. En Costa Rica, en consecuencia, el Primer Poder es el Ejecutivo. Por eso una censura del Legislativo a un miembro del Gabinete no produce inevitablemente su caída, como sí es el caso en los sistemas parlamentaristas ya mencionados. Como todos sabemos, o deberíamos saber, nombrar o destituir ministros es potestad exclusiva del Primer Mandatario.