Vivimos momentos de paradoja. Por un lado, nunca como ahora la democracia se había extendido con tanta fuerza y legitimidad por el mundo. Desde esta perspectiva el nuestro pareciera ser el tiempo de la política. Por el otro, en cambio, vemos crecer una tendencia en sentido contrario: desencanto y frustración. Desde esta otra perspectiva el nuestro pareciera ser el tiempo de la crisis de la política.
Crisis de confianza. La política vive bajo sospecha. Encuestas tras encuestas reflejan la desconfianza que la mayoría de los ciudadanos sienten respecto de la política en general y de los partidos y de los políticos en particular. Sobre la clase política se cierne así una suerte de presunción "iuris tantum", una suerte de presunción a priori de culpabilidad salvo que demuestren su inocencia.
La opinión que la ciudadanía tiene hoy de los políticos en Latinoamérica es muy mala. La gran mayoría considera que los políticos no son honrados, que buscan esencialmente su propio enriquecimiento, que se aprovechan del poder en beneficio propio, que son prepotentes, engreídos, que no cumplen la mayoría de sus promesas de campaña, y que en su mayoría son incompetentes.
Esta situación genera obviamente un daño político enorme con consecuencias peligrosas para la salud del sistema democrático. En la medida que avance la falta de confianza respecto tanto de la política como de la clase dirigente, crecen las posibilidades de comenzar a buscar soluciones fuera del camino democrático. Los primeros síntomas ya están presentes: crisis de gobernabilidad, crisis de representación, crisis de participación. De no contener el creciente grado de insatisfacción hoy presente con el funcionamiento de las principales instituciones de la democracia representativa estaríamos a las puertas de un tipo de crisis mucho más grave: la crisis de legitimidad del propio sistema democrático. Pasaríamos así de la actual crisis "en" la democracia a una mucho más severa, la crisis "de" la democracia misma.
Corrupción y política. El desencanto con la política y los políticos no es un fenómeno nuevo. Sin embargo, en nuestros días la brecha de desconfianza, de desencanto y de mal humor que separa a los ciudadanos de sus representantes está llegando a niveles peligrosos. Asistimos así a un fenómeno perverso: el surgimiento de la antipolítica. Entre las principales razones que permiten explicar el actual grado de impopularidad de las clases dirigentes cabe mencionar la pérdida de la ética del servicio público ya de manera particular, el crecimiento de la corrupción política y de la impunidad que suele acompañarla. Más recientemente un nuevo veneno para la democracia ha irrumpido con notable fuerza: el flagelo de la narcopolítica
Una de las causas principales del nivel actual de corrupción reside en el alto costo de la política unida a la deficiente regulación jurídica en materia de financiamiento tanto de los partidos políticos como de las campañas electorales. En efecto, en la medida en que la política se ha ido progresivamente convirtiendo en espectáculo, determina que los partidos se vean ante la necesidad de contar con enormes sumas de dinero que difícilmente pueden conseguir por medios legales. De ahí que el poder del dinero en la política puede y debe ser reducido. Asimismo, un proceso inteligente de reforma del Estado, en búsqueda del "Estado suficiente, estratégico y eficaz", alejado tanto del Estado hipercentralista del pasado como del nuevo monstruo "el Estado sin piedad", ayudará a reducir las oportunidades de corrupción. Igualmente, un poder judicial honesto, independiente y comprometido con poner fin a la impunidad es el mejor remedio no solo para cortar los tentáculos de la corrupción sino para ayudar a recuperar la credibilidad tanto en la justicia como en la política y en la democracia misma. En suma, la lucha contra la corrupción, la que debe ser frontal y sin concesiones, caiga quien caiga, lejos de acabar con la política: debe fortalecerla.
En defensa de la política. Mientras mayor sea la crisis de credibilidad que se cierna sobre la política, mayor igualmente debe ser nuestra fe en favor de ella como la única solución civilizada para la sostenibilidad de la democracia. Manuel García Pelayo decía que la política es "siempre conflicto, lucha entre el poder y la convivencia entre la justicia y el orden, entre la voluntad y la razón entre la permanencia y el cambio". Y es precisamente esta posibilidad de cambio, del cambio democrático por medio del voto, lo que determina la importancia de la política. Su ausencia, aquellos que la hemos sufrido en carne propia sabemos que solo trae más dolor y más sufrimiento, nunca el paraíso que los falsos "salvadores de patria" prometen con fina oratoria. No nos cansaremos de repetir que así como la solución a los problemas de la democracia demandan más democracia nunca menos, la crisis que hoy enfrenta la política debe resolverse con más y mejor política, nunca fuera de esta.
Si como ha dicho el maestro Sartori, el rechazo actual de la política es activo, participante y vengativo, ello demanda entonces de los dirigentes políticos de buena fe, que si los hay, la necesidad de reinventar la política. Es el momento pues, frente a los ataques despiadados de los enemigos de la política, de salir en su defensa. Pero de la política con P mayúscula, no de la politiquería. De la política como sinónimo de diálogo y de búsqueda de consensos, no del "pactismo cupular", destinado a proteger los intereses y asegurar la impunidad de los mismos de siempre. De la política destinada a servir las necesidades de las grandes mayorías no de la politiquería dirigida a preservar los intereses espúreos de una minoría. El tiempo es ahora. Urge revertir el actual sentimiento de sospecha y desencanto que se cierne sobre la política. La defensa de la política demanda en suma de nuestra clase dirigente un liderazgo capaz de recuperar la fe perdida en la política, de asentarla firmemente en la ética de acercarla a la gente y hacerla "accountable", y ponerla, hoy más que nunca, al servicio del bien común.