Pensar que la solución de la actual crisis que vive el país se va a resolver con unas cuantas leyes o privatizaciones es orientarse solo por los síntomas.
Revisar los supuestos que sustentan nuestra visión de la realidad, es una práctica necesaria para detectar oportunamente los procesos de cambio y adecuarse a las nuevas realidades. Una de las visiones o "modelos mentales" más arraigados de nuestro ordenamiento institucional es que vivimos en "un Estado de derecho". Esto es un ordenamiento jurídico basado en la Constitución, las leyes y los reglamentos, que permite a la sociedad y su economía operar en marcos establecidos de respeto y alcanzar nuevos puntos de equilibrio, en la medida que resuelve, por esa misma vía, sus diferendos.
Sin embargo, para que un ordenamiento jurídico sea efectivo, debe ser congruente internamente y obedecer a una concepción actualizada de Estado. Esas condiciones lamentablemente ya no prevalecen en nuestro país y en su lugar los gobernantes hablan, cada vez más frecuentemente, de ingobernabilidad y los ciudadanos de indefensión y caos.
Carente de un eje articulador, basado en una nueva concepción de Estado, las leyes y reglamentos se hacen con parapetos para la defensa de intereses particulares que inhiben la defensa de la justicia y del bien común. En otros casos sencillamente o no tienen mecanismos ágiles para garantizar los derechos, como la Ley de Salud, o su aplicación depende del inspector como en el caso de la moderna Ley de Tránsito. Esto no es solo un problema de las leyes o de la concepción del Estado, sino también, del clima de descomposición que se genera. Así, poco a poco, se ha ido configurando y expandiendo, sin que nos diéramos cuenta, lo que llamo el "Estado de Torcido" en lugar del Estado de derecho que tanto proclamamos.
Algo similar ha sucedido en otros países donde se ha presentado a las privatizaciones masivas "desde arriba" como "la solución" de la crisis. Realizadas a golpe de tambor, sin control simultáneo de la calidad y cantidad del gasto público: han sido solo de paliativo fiscal temporal, creando de paso serios problemas económicos, sociales, morales y una economía de monopolios privados en nombre del libre mercado.
Se requiere de soluciones globalizantes o sistémicas que no excluyen, desde luego, nuevas leyes ni privatizaciones, pero que no se limiten a esos aspectos que, si bien aplicados aisladamente atenúan los síntomas temporalmente, no evitan el resurgimiento posterior y con mayor fuerza del problema. Se requiere de una reforma sistemática del Estado y para esto es preciso, según Peter Senge "hallar el punto donde los actos y modificaciones en estructuras pueden conducir a mejoras significativas y duraderas" para aplicar el principio de la palanca. Este punto en mi criterio se encuentra en la alta gerencia pública.
La reforma exige participación de las fuerzas vivas en la definición de la Misión y de propósitos comunes y para esto es importante buena y oportuna información. El diagnóstico del BID sobre Costa Rica titulado "A la búsqueda del siglo XXI", que debería estar en todas las librerías y ser texto de estudio en cursos universitarios y no mantenerse en las gavetas de los jerarcas de la tecnoburocracia, contiene valiosa información sobre nuestro país y trae propuestas de acción. Valorando el Estado costarricense afirma que no es tanto un Estado "grande", por su tamaño, sino "gordo" esto es que tiene instituciones y programas duplicados y poco eficientes.
Esta gordura, en mi criterio, proviene de un problema gerencial muy serio, derivado de la organización del Estado en archipiélago de poderes, con pocos proyectos comunes y escaso nivel de coordinación. La concepción que subyace en el fondo de esta "organización" no es la que debe ser del Estado como la empresa común financiada por todos para recibir ciertos servicios básicos, sino de una visión alienada del Estado como botín político que se reparten los dueños de clientelas políticas que unieron fuerzas en la campaña electoral.
El estudio citado del BID demuestra como, para atender los intereses de esas clientelas, incluso se desvían muchos miles de millones de colones de las políticas sociales (la mitad del gasto en los casos citados, incluyendo las pensiones no contributivas) dirigidas a los más pobres, hacia sectores medios y más que medios. Pero, como la misma Contraloría General de la República está regulada por leyes y reglamentos hechos por los políticos, su atención no se centra en la evaluación de los programas y proyectos, que se dejan de la mano de Dios, sino en los aspectos procedimentales de segundo y tercer orden o en los desfalcos y robos evidentes. De tal manera que los resultados del estudio del BID no se han tomado como una denuncia seria a la que hay que dar trámite, sino como retórica. Así, no existe estímulo alguno para lograr la eficacia y la eficiencia en el quehacer público.
Apalancar la gerencia pública, dándole por una parte, a la Contraloría (o a la Defensoría de los Habitantes) una función evaluadora y por otra, restringiendo recursos a aquellas instituciones y programas carentes de resultados, es un buen punto de partida para iniciar el proceso de transformación del Estado. Se estimularía así, el nombramiento de gerentes profesionales en vez de repartidores de prebendas y se podrá reducir rápidamente el gasto público según los resultados del estudio del BID. Desde luego una media de este tipo haría evidente la necesidad de otros cambios legales y reglamentarios necesarios para el buen rendimiento de las empresas e instituciones públicas, como el de las normas utilizadas por la Contraloría en la aplicación de la Ley de Administración Financiera, pero por los efectos provocados, se iniciará una verdadera dinámica de cambio.