La visita de Jean Allouch a Costa Rica y sus dos intervenciones públicas --la conferencia "Enséñeme a desistir de mi locura" (31 de julio) y el seminario "El imposible objeto del deseo" (1 al 4 de agosto) -- representan un acontecimiento de primera magnitud, digno de la mejor atención.
Jean Allouch es un psicoanalista francés que proviene de Jacques Lacan (1901-81) que a su vez proviene de Sigmund Freud (1856-1939), árbol genealógico que contabiliza ya un siglo de duración.
El psicoanálisis, cabe subrayarlo, erige hoy un valladar de obstinada vigencia a la incuria y la apatía generalizada de nuestro tiempo por todo aquello que problematiza el diario vivir; y esto se debe no a la suma de los éxitos curativos --el rojo de los fracasos también resta-- sino al modo intransigente de reflexión cultural que lo caracteriza.
A Freud, con quien empieza el cuento, se lo acusó un día de trasladar de manera ilegal conceptos del orden terapéutico al orden de la cultura. Una desviación --¡horror de horrores!-- denominada metapsicología.
Pues la metapsicología --la exploración metódica y pensante de los temas capitales que nos asaltan sobre el diván del analista y fuera del consultorio: el amor, el placer, la felicidad, la muerte, el deseo, la verdad, la belleza-- es lo que resulta ahora actual, a fines del milenio, porque no es otra cosa que una interpretación abierta de la vida al pie de una época que mata cualquier afán de interpretación.
Interpretación de la que sin duda Lacan extrajo los frutos menos previsibles, a partir de una inventiva muy personal y una enorme capacidad de ruptura con las viejas costumbres del pensamiento, buscando la llave perdida de las palabras que sirvieron de faro a inequívocos poetas, narradores y filósofos de la tempestad.
Lacan escogió como blanco preferido de su lucha a los colegas de la llamada "vía americana" y adláteres, obvios o camuflados detrás de discursos pragmáticos, transaccionales, utilitarios o motivadores que --nadie se atrevería a discutirlo-- son quienes gozaron y gozan todavía de voz y voto en el país.
Por eso es importante escuchar lo que nos dirá Allouch, ya que la vía americana minimiza o encubre ese lado oscuro del corazón que desgarra y seduce a los lacanianos y cuya dinámica ilustra quizá la máxima de Confucio después de su memorable reunión con los sabios viejos y Lao Tse: "Solo quien se transforma puede avanzar con el camino."
Allouch escribió páginas reveladoras acerca de la muerte en la sociedad occidental moderna. Su análisis de la novela Agwii, el monstruo de las nubes, de Kenzaburo Oé, le ha despejado el horizonte de las peligrosas relaciones entre la enfermedad mental y el espíritu de los muertos.
Según la óptica de Allouch, la banalización de la muerte --hecho popular, cotidiano y que Philippe Aries llama con razón muerte salvaje-- no permite asumir el dolor de la pérdida, es decir, impide a los sobrevivientes el duelo por los difuntos.
Pero, ¿adónde van entonces el sufrimiento reprimido, las lágrimas no lloradas? No a la Luna, como querría el vate renacentista Ludovico Ariosto, donde se acumula todo lo que se pierde en la Tierra: los suspiros de los amantes, el tiempo inútil, los proyectos acéfalos, los anhelos insatisfechos; sino a un rincón opaco de nuestro ser, percudido y diabolizado por haberle dicho "no" a la congoja.
Freud, el maestro, llegó a señalar que la muerte del padre es el trauma más terrible, el trance que marca definitivamente la vida de una persona. Allouch no lo considera así.
Es cierto que las huellas dejadas por el padre constituyen, para bien o para mal, una herencia con la que tendremos que lidiar hasta el fin de la jornada; pero la muerte del hijo, nos advierte, es aún más traumática debido a la ausencia de huellas, a que el hijo es lo no-cumplido, lo que se quedó en potencia. Y la civilización del fines del siglo 20 se halla signada por esta clase de pérdida, una pérdida que simboliza --trasladada al plano social-- la amputación de las posibilidades futuras.
Algo que muchas sociedades arcaicas parecieron conjurar con sus ritos de sacrificio y que nosotros no acertamos a definir ni a combatir, incapaces de cualquier sabiduría que exija sangre, sudor y lágrimas.
Estas nociones metapsicológicas que trae Allocuh a Costa Rica hablan relamente de lo que hay que hablar y desafían las comodidades del pensamiento. Los problemas --las heridas psíquicas y espirituales-- vibran allí, junto con las preguntas, las respuestas posibles y la oportunidad de mirar con ojos diferentes desde el inicio las cosas que sinceramente nos importan. Creo que es un buen punto de partida. ¡Bienvenido, Jean Allouch!