Lo maravilloso del arte abstracto es que nos permite entrar en el mundo interior de otra persona, sin pasar por la razón. Si ese arte es auténtico (en el sentido existencial), si es sincero y libre, si no obedece a fórmulas ni es un simple juego de azar como sucede hoy tan a menudo, entonces nos pone en comunicación directa con las emociones e intuiciones profundas del artista. Eso despierta en nosotros, a su vez territorios de la imaginación y del espíritu que de otro modo ignoraríamos por completo. Por eso el arte abstracto es una forma hoy insustituible de comunicación humana, uno de los grandes inventos del siglo XX. Lamentablemente, durante algunos años la abstracción se convirtió en una moda, y como toda moda se lleno de facilismo y superficialidad. Ahora, por fortuna, la moda ya pasó, y los que siguen creando arte abstracto lo hacen porque en el encontraron su lenguaje más natural. Alcanzar el dominio de ex lenguaje -un idioma que se inventa a cada trazo es muy difícil. Pocos lo logran, pero cuando lo hacen se les abre un universo expresivo extraordinario.
Si usted, amigo lector, quiere comprobar lo que le estoy diciendo, tiene en estos días una oportunidad inusual: la exposición del pintor Fabio Herrera en el Museo de Arte Costarricense, en La Sabana. En esa muestra se le presenta al país, por primera vez en muchos años, la obra de un artista en plena posesión de un arte abstracto maduro, desenvuelto y elocuente. Hace veinte años Fabio Herrera era el artista costarricense más prometedor de su generación. Hoy es una promesa espléndidamente realizada. Y no por el hecho de que comienza a exponer en prestigiosas galerías de Nueva York, sino por el valor intrínseco de su pintura, que el gran mundo del arte esta todavía por descubrir.
Herrera se dio a conocer pintando paisajes a la acuarela. Paisajes líricos, a la manera de su maestra Margarita Bertheauf: pintura de la emoción. Después emprendió una larga ascesis, que lo ha llevado por distintos escenarios del mundo y del espíritu, sin perder nunca el hilo conductor de un arte entendido como espejo del ser interior. Ahora, en el umbral de la madurez, nos ofrece una vasta exposición de cuadros que no representan paisajes, sino que son paisajes. Espacios de vida que recorremos para encontrar allí serenidades, obstáculos, luchas, desventuras e iluminaciones. Todos pintados con coherencia y consistencia admirables, con una total desenvolturas y al mismo tiempo con un dominio preciso de los numerosos medios que utiliza: pigmentos, empastes, arenas, papeles, cosas. Si se transita por esta exposición con una mente libre de toda interferencia intelectual (yo recomirndo recorrerla varias veces, casi distraídamentes como se camina por la playa) se encuentra uno de pronto inmerso en un espacio virtual dominado por una especie de tácita alegría, sobre la cual se cruzan a veces destellos de entusiasmo, a veces trazos ominosos, a menudo pequeñas aperturas hacia realidades que solo podemos suponer, porque están más allá de la percepción. Todo esto actúa sobre nosotros como un indescifrable estímulo, que tal vez constituye lo que hoy en día entendemos por emoción estética. Acaba uno el recorrido seguro de que existen miles de experiencias complejas y sutiles, imposibles de expresar con palabras, pero que se comparten, como gratos secretos, por medio del arte.
Con esta exposición Fabio Herrera entra caminando al mundo del arte gande, de vocación universal. Me parece que es el primer pintor costarricense, después de Francisco Amighetti, que se coloca en esa condición sin desarraigarse del país. Merece nuestro aplauso, así como merecen reconocimiento Rocío Fernández, directora del Museo, y Efraim Fernández, curador, por haber puesto a nuestro alcance esta magnífica muestra.