Es un hecho que con finanzas públicas deficitarias, en las que los gastos de consumo superan notablemente los ingresos corrientes, confiar en que la nueva obra de infraestructura, que urge en el país, corra a cargo del presupuesto nacional es autocondenarnos a continuar estancados en materia tan principal. El alto costo del transporte interno y la deficiencia de otra obra pública explican gran parte de las penurias que enfrenta el sector exportador.
Las cotidianas pérdidas de tiempo de Juan, Pedro y María en presas, que resignadamente aceptamos como se acepta la lluvia de octubre, constituyen un atentado contra la calidad de vida.
Ante esta situación se pensó, atinadamente, que procedía dar mayor participación al sector privado en la definición, construcción, financiamiento y administración de obras públicas, mediante lo que generalmente se conoce como “alianzas público-privadas” (APP). De esta forma se construiría y se le daría mantenimiento a obras cuyo costo sería cubierto por precios, pagados por los usuarios, y no con impuestos pagados por todos. La figura que se aprobó mediante la Ley General de Concesión de Obras Públicas con Servicios Públicos, N°. 7.762, y sus reformas, constituye una forma eficaz de APP.
Como en el baile de tango, el éxito de las concesiones depende de que las dos partes –concesionario y administración concedente– operen de manera coordinada y que cada uno haga bien los movimientos a su cargo. En Costa Rica, esto falló y la mayor pifia corresponde a la contrapartida estatal. La figura de la concesión fue satanizada y se esperó que otras, como el fideicomiso de obra pública, jugaran un mejor papel.
Sustituto pobre. En este entorno, y con gran esperanza, la Asamblea Legislativa recién aprobó la Ley 9.292 para la ampliación y mantenimiento de la red vial San José-San Ramón, sin duda una de las más importantes carreteras del país, por donde muchos vehículos transitan a diario.
Las autoridades de turno y buena parte de la ciudadanía parecen haber depositado su fe en este instrumento, y hasta se ha pensado utilizarlo casi calcado para la mejora de otras carreteras. Sin embargo, como espero mostrar en este escrito, se trata de un sustituto tan pobre de la figura de la concesión, que si no hacemos un alto en el camino y tomamos ya acción correctiva nos arriesgamos a perder más tiempo del que lleva esta importante materia.
Para probar mi tesis –que la figura de la ley de concesiones 7.762 es superior a la del fideicomiso de la 9.292– compararé un conjunto selecto de características de una y la otra.
En la primera, la autoridad concedente (el Estado) prepara un cartel de licitación con una obra claramente definida e invita a los interesados a hacer sus ofertas para llevarla a cabo.
Estos normalmente son consorcios de empresas con conocimiento y experiencia en la actividad –por ejemplo, construcción y administración de carreteras o puertos– que, estudiando cuidadosamente las características de la obra, cotizan con conocimiento de causa el precio (inicial y base de los ajustes en el tiempo) que cobrarían por el servicio.
Como en la mayoría de los casos los proyectos tienen características monopolísticas, el proceso de licitación está llamado a estimular la “competencia por el mercado”, pues se sabe que una vez adjudicados no habrá “competencia en el mercado”. Por eso importa tanto la calidad del proceso licitatorio.
El consorcio que resulta favorecido procede a conformar una empresa de propósito único, es decir, cuyo solo objetivo será la concesión respectiva.
El concesionario, así constituido, hace un aporte de capital (por ejemplo, del 25% o 30% del costo total de la obra) y recurre al mercado financiero de deuda para cubrir el resto. Este aporte, más la experiencia del concesionario y el flujo de caja esperado del proyecto son la garantía de los prestamistas.
Los estudios iniciales (de costo y de tráfico) del proyecto indican, de manera aproximada, en qué momento el concesionario recuperará los costos incurridos y su rentabilidad esperada. Pero, para atender eficientemente desviaciones normales en este sentido, se incluye una cláusula de valor actual neto (VAN), que dice que cuando este llegue a un monto convenido la obra pasará a manos del Estado.
Esta regla es importante porque si, por ejemplo, el tráfico efectivo resultara superior al esperado o los costos de construcción inferiores, los flujos del proyecto en el tiempo serán superiores a los estimados y el VAN convenido se alcanzará en un tiempo inferior al previsto.
Esto facilita enormemente la administración del contrato de concesión.
Riesgos. De ahí en adelante, los riesgos (excepto los de fuerza mayor) corren por cuenta del concesionario, que conforme a su experiencia los anticipó e incluyó en el precio cotizado por sus servicios. Los riesgos van desde construcción y mantenimiento de la obra (que en general son objeto de seguro comercial) hasta los de intransferencia de divisas y riesgos políticos –protestas de usuarios, criterio populista para ajustar tarifas, etc.– contra los cuales el concesionario tratará de protegerse mediante subcontratos y seguros.
Y aquí hay que tener en cuenta que conforme más alta sea la probabilidad de que se materialicen riesgos políticos ( remember “el corralito” argentino y ahora el griego), más alta es la prima que se debe incorporar en la rentabilidad esperada (y, por tanto, en las tarifas) que los concesionarios cobrarán. No hay almuerzo gratis y, por ello, es clave controlar esta variable.
Normalmente se permite al concesionario –después de cierto tiempo, cuando las obras ya están construídas y la administración subsiguiente es sencilla– vender lo que queda del proyecto a otra empresa de aceptación de la autoridad concedente. Esta agilidad es bienvenida, pues no todos los consorcios están interesados en casarse con una obra por 30, 40 o más años.
Veamos cómo trata la Ley 9.292, el fideicomiso red vial San José-San Ramón, estos asuntos.
El fideicomitente es el MOPT junto con el Conavi (no incluye al órgano que se consideró especializado en la materia: el Consejo Nacional de Concesiones). La ley aprobada no obliga al fideicomitente a hacer aporte de capital en la obra, lo cual implica que el financiamiento que habrá que conseguir podría ser por el ciento por ciento del costo de ella (no por el 75% o menos que opera en el caso de las concesiones).
No es de esperar que muchas entidades financieras (bancos, administradoras de fondos de pensión o aseguradoras) estén dispuestas a prestar recursos que tutelan proyectos totalmente apalancados.
Por otro lado, la Ley 9.292 faculta a entes públicos para invertir en la red vial que nos ocupa, pero no indica si es como aporte patrimonial ( equity ) o como acreedores. En el tanto se trate de aporte patrimonial se estará reduciendo una de las ventajas de la APP: que la obra se financie enteramente con capital privado.
El precio del servicio será “al costo” –muletilla que a muchos gusta– pero no se tiene aún idea de cuál será ese costo; además, dicha regla premia a quien incurra en costos altos (este “riesgo moral” no opera en concesiones pues, como se indicó, la tarifa y sus ajustes en el tiempo son objeto de competencia en el proceso de licitación y se pactan desde el inicio).
El fiduciario será un banco del sistema bancario nacional, dice la Ley 9.292, no una empresa de propósito único, lo cual quiere decir que las (muchas) calenturas que este proyecto pueda aparejar contagian al banco como un todo y no quedan aisladas, como en la figura de propósito único propia de las concesiones.
El régimen de contratación que pide esta ley es el mismo que se emplea en el sector público, con la Contraloría General de la República de por medio.
Los presupuestos del fiduciario deben ser enviados a la CGR –no se dice si para aprobarlos o solo para información–. Lo primero expone las contrataciones a apelaciones, demoras, etc. En cambio, cuando se trata de una concesión típica las contrataciones específicas son agilísimas, pues el precio del servicio fue cotizado desde el principio y el escogimiento de los medios que se usen para construir la obra y dar el servicio es irrelevante.
Vigilancia y plazo. La ley del fideicomiso que nos ocupa estipula que operará un órgano de vigilancia permanente con (entre otras) dos personas designadas por las asociaciones de ciudadanos recomendadas por la Defensoría de los Habitantes y que al pueblo debe informársele como mínimo cada seis meses cómo va el asunto.
Las funciones del fiduciario son las típicas de esta figura, más el actuar como planificador, diseñador, administrador, negociador de contratos de construcción y supervisor de ellas, tramitador de expropiaciones de los terrenos por donde han de construirse las obras, etc., funciones que van más allá de las típicas de un banco comercial. Esto, más lo indicado en los párrafos anteriores, tiende a exponer al banco fiduciario a lo que en la jerga se denomina “riesgo reputacional”.
El plazo del contrato es hasta por 30 años, pero no hace referencia al criterio VAN según se indicó arriba. La Ley 9.292 no considera el cambio de fiduciario antes del plazo del contrato, lo cual también le resta atractivo.
Las citadas son algunas de las objeciones que la lectura de la Ley 9.292 me merece, las cuales he resumido para no cansar al lector. El mensaje que a los efectos de política pública quiero dejar es que, quizá ingenuamente, como gobernantes y gobernados se está confiando demasiado en una ley (fideicomiso red vial San José-Ramón) que parece haber recogido no lo mejor de los dos mundos (el del sector público y el del privado), que es lo que se busca con las APP, sino lo peor.
Thelmo Vargas es economista.