Lo han reportado varios estudios durante los últimos años: en Costa Rica viven las personas más felices del mundo.
Las reacciones en nuestro país por la obtención del máximo galardón de la felicidad mundial son variadas. El gobierno de turno lo celebra y lo explota para justificar sus políticas sociales y económicas internas y fortalecer su estrategia turística y de atracción de inversiones. Mal haría en no hacerlo. La prensa, en general, lo reporta con un contenido entusiasmo y algo de incredulidad. La gente, si bien se alegra por el premio, tiende a tomarlo con algo de sospecha y hasta de humor.
A mí me alegra mucho que ocupemos lugares de privilegio en los estudios que se dedican a medir la felicidad en el mundo; también que los tomemos con satisfacción y, a la vez, con prudencial suspicacia. Esto es propio de una sociedad exigente, que se desarrolla en una democracia madura. Recordando a Tomás de Kempis, es una gran virtud no vanagloriarse con los halagos, ni devastarse con las críticas.
Mas allá de cómo reaccionemos ante estos estudios y las variables que miden, y de cómo definamos felicidad, estas investigaciones generan curiosidad. Realmente, ¿qué es lo que hace a un costarricense feliz? Según lo que cada cual entienda por felicidad, ¿cuáles son esas cosas que a un tico lo llenan, lo animan y le arrancan sonrisas espontáneas?
Aspectos intangibles. CID Gallup ha hecho algunos estudios cualitativos generales al respecto, pero aún falta profundizar en el tema. Ante esto decidí hacer mi propio sondeo. Para ello, antes de preguntar directamente, preferí escuchar y anotar las cosas que diversas personas me indicaban les genera felicidad, en varias conversaciones casuales durante los últimos 10 meses. Esto para evitar respuestas prefabricadas, socialmente aceptables.
La cantidad e identidad de mis interlocutores son irrelevantes; pues más que una investigación científica, este ejercicio consistió en un primer paso para entender mejor el tema.
Los resultados de mi indagación no me sorprendieron. Si bien aspectos de corte individual o material como la estabilidad económica o el éxito profesional fueron mencionados, nadie los planteó como definitivos. “Estoy mejor si los tengo que si no los tengo, pero por sí solos no me hacen feliz”, confesó una extrovertida amiga. Así, fueron aspectos de carácter intangible y que suponen, de una u otra forma, relaciones con los demás, los más citados por mis interlocutores como “las cosas que los hacen más felices”.
Capital social. Esto me hizo recordar al politólogo norteamericano Robert Putnam y sus estudios sobre los efectos positivos que generan las relaciones interpersonales.
Para explicar este fenómeno, Putnam ha acuñado el concepto de “capital social” o el conjunto de relaciones sociales formales e informales que las personas desarrollan a lo largo de sus vidas.
Putnam ha comprobado que el capital social está positivamente asociado a la baja criminalidad, a mejores resultados académicos, a políticos más eficientes y honestos, a ciudadanos más serviciales y dispuestos a cumplir sus obligaciones cívicas y, en general, a una sociedad más próspera y feliz.
De hecho, al medir el grado de felicidad proporcionado por varias actividades sociales en Estados Unidos, el autor señala que la alegría que produce casarse equivale a una cuadruplicación del salario; asistir a actividades religiosas una vez a la semana es igual a la duplicación del sueldo; e ir a un pícnic, a un aumento del 10% en la paga.
El individualismo, la desconfianza y la tristeza atacan a una sociedad cuando se erosiona su capital social; o sea, cuando las personas disminuyen las relaciones con sus semejantes.
Además de coincidir con las conclusiones de los estudios de CID Gallup, los resultados de mi ejercicio confirmaron la importancia del capital social. Esto, dado que los dos aspectos citados como los principales generadores de felicidad entre mis interlocutores fueron familia y fe. En primer lugar, prácticamente todos cambiaban de semblante y “pintaban sonrisas instantáneas” cuando hablaban de sus familias.
En efecto, no hubo tema que les generara mayor satisfacción a mis interlocutores que hablar de los suyos. Anécdotas familiares, relatos de pareja, fotos de los hijos, recuerdos de momentos con los padres o abuelos, entre otros, fueron claramente los temas favoritos de conversación.
Igualmente, cuando el tema eran las preocupaciones, no existen mayores que las generadas por los problemas familiares; señal de que la familia realmente nos importa. “Mi familia es mi mayor tesoro”, me dijo un viejo amigo y, ahora, orgulloso padre.
Citando a Daniel Gilbert, profesor de psicología de la Universidad de Harvard, “somos felices cuando tenemos familia y somos felices cuando tenemos amigos y casi todas las otras cosas que creemos que nos hacen felices son, en realidad, vías para tener más amigos y más familia”.
De hecho, varios estudios reportan que el no haber pasado suficiente tiempo con la familia es uno de los arrepentimientos más frecuentes de las personas antes de morir.
Creencias religiosas. En segundo lugar, a la gran mayoría de mis interlocutores se les iluminaba la cara, se alegraban y mostraban su lado más profundo y humano cuando conversaban sobre su fe, y de cómo la compartían con su familia o comunidad.
Aunque es materia que emerge cuando se profundiza en las conversaciones y atañe, especialmente, a quienes se dicen creyentes, es muy interesante escuchar cuán felices y, sobre todo, preparados para enfrentar los vaivenes de la vida dicen estar quienes creen en Dios y mantienen, cada cual según su preferencia, una relación con el Todopoderoso. Inclusive, me atrevería a decir que la fe de muchas de las personas con que conversé marca la actitud con que enfrentan su vida.
Como bien me comentaba una amiga que ha superado varias dificultades, ella se siente feliz porque vive “ agarrada de Dios”, y esto la llena “de paz y esperanza en el futuro”.
El profesor Andrew Clark, de la Escuela de Economía de París, Francia, y la Dra. Orsolya Lelkes, del Centro Europeo de Investigación y Política de Bienestar Social, han concluido que creer en Dios puede hacer que la vida sea más feliz, pues sugieren que las personas religiosas reaccionan mejor ante eventos adversos, desengaños o problemas y, además, tienen un nivel más alto de satisfacción con las cosas que emprenden en su diario vivir. Igualmente, el profesor Leslie Francis, de la Universidad de Warwick, Inglaterra, agrega que los creyentes tienden a ser más felices porque tienen un propósito claro y trascendente en la vida.
Mis conclusiones no pretenden tener rigor científico, son simples observaciones de un costarricense curioso. Creo, eso sí, que sería muy útil estudiar a fondo el motivo de la felicidad en Costa Rica. Por el momento me complazco con los resultados de mi sondeo.
Si la familia y la fe son efectivamente los principales motores de la felicidad entre los costarricenses, protegerlos, conservarlos y fortalecerlos debe de ser prioridad. Esto bien vale la pena cuando, más allá del puesto del país en el ranking mundial, en lo personal todos queremos ser felices.
(*) El autor es politólogo