Tanto en la versión original de la célebre House of Cards (la novela de Michael Dobbs), como en la de Netflix, el motor de Frank Underwood para destrozar la vida política y personal de su amigo el presidente es el rencor. Confiaba en que le darían un puesto que finalmente dieron a otro.
A partir de ese momento, urdió su plan para erosionar al gobierno de su propio partido. El rencor es, sin duda, una de las pasiones humanas que mejor explica muchos comportamientos de los actores políticos.
He ahí una limitación fundamental de los estudios de ciencia política (sobre todo los cuantitativos) atentos a los grandes clivajes, al pensamiento ideológico o a los impactos de la economía: descuidan la dimensión subjetiva de los políticos, presuponen erróneamente elecciones racionales en las personas y se ven obligados a complejas teorizaciones llenas de variables, correlaciones, causas explicativas y estadísticas sofisticadas para descifrar lo que, en muchas ocasiones, no tiene que ver más que con decisiones muy íntimas fermentadas en los jugos hepáticos de un orgullo herido.
Por eso es tan importante complementar los sesudos análisis académicos de los procesos políticos con la lectura de biografías o la conversación atenta al testimonio de los actores políticos que, ya viejos y retirados, suelen sincerarse bastante y dar a los hechos, sobre los que se han esgrimido las más sutiles teorías, explicaciones más pedestres y relacionadas con la condición humana.
El rencor suele ser una de esas “razones últimas”. Y si ello es así en Westminster y en Washington, imagínese en la pequeñísima Costa Rica, donde la estrechez del vecindario eleva la temperatura de las rencillas.
Fascinante al respecto es la lectura de Manuel Solís Avendaño (en La institucionalidad ajena ) sobre la violencia política antes, durante y después de la guerra civil… las vendettas personales agazapadas tras las grandes causas esgrimidas, la defensa del sufragio o de las garantías sociales.
Egos. En esto no hay misterio: no hay que ser Maquiavelo para saber que es mala idea ofender el amor propio de un soldado armado con el que se comparte trinchera. Pocos tienen los recursos y perseverancia estratégica de Frank Underwood, pero el odio del amigo resentido suele devolverse, con mayor o menor saña, como un puñal difícil de anticipar.
Estoy convencido: detrás de la clientelar colocación en puestos de Gobierno de personas cercanas a los círculos sociales del candidato ganador (habiendo otras mejor cualificadas para desempeñarlos), está, junto a otras motivaciones (ya analizadas por Weber hace cien años), ese temor a crearse “cuñas del propio palo” que acaben por clavarse en el riñón de una administración.
Pero como nunca hay tantos puestos para tantos aspirantes, y como los más apetecibles son codiciados por muchos, todos los gobernantes saben que, irremediablemente, tras los nombramientos de mayo, siempre quedará un grupo de egos lastimados. Heridas no restañadas que más pronto que tarde (si el ofendido no es capaz de pasar página o de fingir una sonrisa y conspirar desde las cloacas del poder) desbordarán los diques de la compostura y el disimulo. No pasará mucho tiempo antes de que esos antiguos corifeos, ahora defraudados, se conviertan en críticos feroces de la gestión del gobierno que los dejó “vestidos y alborotados”.
El fuego amigo es el peor. El dolor de no sentirse valorados a la altura del talento y capacidades que creen tener, los convierte en enemigos viscerales dispuestos a alzar los sables junto a aquellos que, por militar en otras tiendas, ya estaban naturalmente dispuestos al desguace.
El monto de la factura que carga el rencoroso, la dimensión de las cuentas que tiene por saldar con el que lo traicionó o denigró, es tal, que olvidará sus anteriores posiciones y principios, y hará de viejos enemigos sus nuevos amigos. Luego los analistas, muy serios, nos hablarán de “realineamientos de fuerzas”, y puede ser, pero la navaja de Ockham suele afilarse en la piedra de las bajas pasiones.
Desde luego que admitir el dolor de sentirse maltratado en lo personal es socialmente ineficaz. Si usted dice: “Yo esperaba x puesto (o x deferencia) de parte del político tal, y como no cumplió mis expectativas les vengo a decir lo mala persona que es”, si hace ese berrinche, digo, solo pena va a causar.
Si en cambio usted disfraza su encono de disidencia política, discrepancia ideológica o, mejor, indignación moral, no por lo que fulanito le hizo a usted, no, sino por lo que le está haciendo al país, entonces usted pasa de chimado a crítico consciente y desinteresado del desgraciado ese que lo ninguneó.
¿Ocurre solo en el mundo de la política? Claro que no, pero como tantos otros vicios es ahí donde mejor se le aprecia, debido a la elevada exposición pública de ese oficio.
¿Descalifica eso todas las críticas a los que mandan? Por supuesto que no, pero tenerlo presente ayuda a comprender algunas. ¿Explica eso todos los fenómenos de ruptura o transfuguismo político? De ningún modo (los grandes factores estructurales y las diferencias de pensamiento siguen acercándonos y distanciándonos a los seres humanos), pero exige que, en nuestras grandilocuentes hipótesis para explicar esos fenómenos, no olvidemos el barro del que estamos hechos los hijos de Adán.
Gustavo Román Jacobo es abogado.