En el marco de algunas iniciativas planteadas para promover la reforma al artículo 32 de la Constitución Política y permitir así la extradición de nacionales, como ministra de Justicia y Paz quiero expresar algunas preocupaciones porque estimo se trata de un asunto que requiere una pausada reflexión.
La no extradición de nacionales ha sido, históricamente, un principio general del derecho internacional de los países de tradición romanista, como el nuestro.
Las razones no tienen que ver, como se ha dicho, porque en la Asamblea Constituyente de 1949 el presidente José Figueres hubiera sido objeto de una expulsión antes de iniciar la revolución que condujo a la fundación de la Segunda República, ni tampoco porque los legisladores originarios no hubiesen sido capaces de prever que la delincuencia del siglo XXI obligaría a flexibilizar o a revertir aquella disposición.
La no extradición de nacionales se explica en la necesidad de preservar la soberanía de los Estados para juzgar ellos mismos los delitos cometidos por sus ciudadanos, en la protección a los excesos que podrían cometerse cuando se asume la condición de extranjero, con, por cierto, evidencia empírica abrumadora y, por último, en la importancia de que las sanciones penales cumplan una finalidad.
Desarraigar a una persona para ser juzgada, y eventualmente condenada en un país extraño, desnaturalizaría el castigo y dificultaría, por las condiciones de lejanía y despojo del lugar de donde se es nacional, sus propósitos resocializadores, de acuerdo con la unanimidad de los instrumentos jurídicos de derechos humanos y de la jurisprudencia nacional y supranacional.
Mensaje implícito. El argumento de que una reforma de este calibre evitará la impunidad es muy cuestionable y entraña ciertos peligros.
Supone, en el fondo, admitir la incapacidad del Estado de Costa Rica para investigar, juzgar y sancionar los delitos que se cometen. Supone reconocer que nuestro sistema de justicia no funciona y esa afirmación resulta contrafáctica e, incluso, muy fuerte para un país que tendrá muchos defectos, pero de cuya institucionalidad nadie podría dudar.
No se pueden generar políticas públicas a partir de casos concretos, mucho menos reclamar modificaciones a nuestra longeva carta política, sinónimo de estabilidad, porque el resultado de algunas sumarias no haya sido el esperado.
Debe ponerse de relieve, además, que el ordenamiento jurídico costarricense ya define unas reglas para juzgar a quienes siendo costarricenses cometen delitos en el extranjero.
Extraditar nacionales no sería una respuesta para evitar la impunidad, dado que la Ley 4795, con arreglo al texto constitucional, obliga a que toda infracción a las normas penales sea perseguida.
Pareciera que lo procedente sea emplearnos aún más a fondo en fortalecer la cooperación internacional en materia de investigación y juzgamiento de delitos.
Espacio de mejora. Probablemente, si no queremos impunidad allí esté la clave, mejorar, si hubiera que hacerlo, las alianzas entre los países para agilizar el suministro de información o el acopio de los elementos de prueba que se requieran para armar un legajo de investigación y formular, eventualmente, una acusación.
Vivimos tiempos difíciles en los que las garantías de una democracia parecen perder vigencia, por eso, para quienes estamos convencidos de que hay más bien que procurar su fortalecimiento, no se pueden avalar propuestas que, a la postre, contribuyan a la negación misma de una sociedad que ha sabido construir un Estado de derecho robusto, todavía mejorable, pero de gran solidez.
La autora es ministra de Justicia.