Carlos Matus, escritor y político chileno, dijo hace algunas décadas que “mientras mayor era la madurez institucional de un país, su capacidad de gobierno no descansaba significativamente en métodos y técnicas de avanzada, sino en la experticia adquirida por los cuadros estables de Gobierno y en la solidez de su estilo de hacer política”.
Sin duda, una poderosa defensa del servicio civil, quimera política que encontramos en fuentes tan antiguas y disímiles como la China del tercer milenio, antes de nuestra era, y en el libro de Éxodo.
Modernamente, la Declaración Universal de los Derechos Humanos establece que “toda persona tiene derecho de acceso, en condiciones de igualdad a las funciones públicas de su país”.
Localmente, encontramos exhortaciones como la expresada por el presidente Ricardo Jiménez en 1928: “Nombramientos hechos a base de política resultan pésimos. Tiempo es ya de establecer el Servicio Civil”.
Desde su exilio mexicano, José Figueres Ferrer, en 1942, nos advertía que “debemos implantar, con la rapidez que se pueda, el tecnicismo profesional y el servicio civil en todos los organismos administrativos, en sustitución del empirismo y el compadrazgo”.
La Constitución Política de 1949, por su parte, creó un título que ordenaba la promulgación de un Estatuto de Servicio Civil para todo el Estado. En cuanto a mérito y estabilidad, nuestro país es líder en América Latina, luego de seis décadas de profesionalización de la función pública.
Inamovilidad. Ahora bien, parece que en nuestra propia fortaleza –estabilidad, profesionalización– está manifestándose nuestra mayor debilidad.
En no pocas entidades, el servidor ha conseguido más derechos que obligaciones, convirtiendo la estabilidad en inamovilidad y, por ende, traicionando la razón de ser de todo servicio civil, cual es acompañar a la autoridad política legítimamente establecida hacia la búsqueda del bien común.
Un antiguo proverbio inglés recuerda que “a los políticos y a los pañales que usan los niños hay que cambiarlos a menudo, y por las mismas razones”. Debería agregarse a los jefes de la Administración Pública, de todo tipo y nivel y por las mismas razones.
Sin duda estamos ante la presencia de una “casta funcionarial” muy poderosa, enquistada en muchas organizaciones, incluso con agenda política propia. Llegó la hora de establecer mecanismos más flexibles de nombramiento y remoción.
Las jefaturas no políticas deben dejar de ser vitalicias y han de ser nombradas por plazos determinados, preferiblemente, en fechas no coincidentes con los periodos electorales, y considerando, desde luego, solamente a funcionarios de carrera, respetándoles sus puestos precedentes y derechos adquiridos.
Con la súbita extensión de la vida laboral del funcionario, a 45 y más años, en algunas organizaciones se han desarrollado redes mafiosas que han empezado a obnubilar (ningunear) el poder político y, por tanto, el principio democrático, que obliga, en el marco de la ley, precisamente a respetar la decisión soberana del pueblo, delegada en las autoridades políticas legítimamente elegidas.
Es también muy importante el establecimiento de un amplio marco de rotación horizontal, institucional e interinstitucional, de todo el funcionariado, pero, especialmente, de jefes, auditores y otros detentadores del poder, para evitar enquistamientos perniciosos. Ello incluso lo permite el artículo 50 del Reglamento del Estatuto de Servicio Civil.
La otra cesantía. En el combate contra la corrupción en instancias públicas, debe también exigirse la toma de vacaciones, a sabiendas de que es prohibido no hacerlo, es insano por la humana necesidad de descanso y ciertamente propicia la corrupción.
Ahora, lo más evidente es buscar salir con una pequeña fortuna al pensionarse al cobrar otra cesantía por “vacaciones acumuladas”. Se sabe de funcionarios actuales con 12 y más periodos acumulados. Los jefes que lo permiten deben ser sancionados. Existe mucha fetidez en esto.
Asimismo, debe legislarse sobre la edad límite máxima en que el funcionariado debe pensionarse. Son muy conocidos algunos enclaves públicos donde gente que ya aportó lo que tenía que aportar se mantiene hasta la tumba, con el propósito de proteger cotos de poder –para decir los menos– en detrimento del necesario recambio generacional.
En muchos países existe una edad máxima que ronda entre los 65 y los 68 años, verbigracia, Taiwán. Quedan aparte los cargos políticos de elección popular o no, de asesoría, participación en juntas directivas, docencia universitaria y similares, así como toda actividad propia del voluntariado.
El autor fue director general de Servicio Civil.