El príncipe, que por años aguantó en silencio las majaderías del viejo dictador y juró lealtad al Movimiento Nacional, se preparaba para pasar una ley de reforma política que enterraba al franquismo en el pasado.
Lo hacía de la mano del joven andaluz que había obligado a su partido obrero a renunciar al marxismo y que luego, en medio de la reconversión industrial, diría sí a la OTAN, contra la que en campaña había despotricado.
Junto con ellos, el irreductible líder comunista, que tanta sangre vio derramarse por la idea de la República, reconocía y aplaudía al nuevo rey, mientras el ministro de Propaganda de Franco daba forma al partido de derechas que, al asumir las reglas del juego democrático, certificaba la muerte de la dictadura en la que los suyos campaban a sus anchas. La transición a la democracia en España fue una obra de traidores, de traidores a sus principios, a su palabra y a sus clientelas.
La gran transformación política que ha dado a España su época de mayor prosperidad y estabilidad, el régimen en el que más españoles han gozado de un buen nivel de vida y se les han respetado sus derechos fundamentales, esa transformación y ese régimen, son resultado de que sus élites políticas traicionaron sus principios de formación, se desdijeron de lo que por años habían dicho y decepcionaron a sus bases sociales de apoyo, todo en aras de unos objetivos que consideraban valiosos y que la historia se ha encargado de refrendar: valió la pena.
Lo hicieron calladitos en reservados de restaurantes, lo hicieron tolerando la impunidad de los criminales del pasado y lo hicieron manejando con sutileza las diferencias entre la versión que daban a los suyos sobre las negociaciones y lo que en estas discutían con sus contrapartes. Aunque tabú en una era de corrección política como la que vivimos, se trata de una verdad histórica y adquiere relevancia ahora que las Cortes parecieran incapaces de conformar gobierno.
El problema. Al Partido Popular (PP) no lo votan ni el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) ni Podemos, aduciendo ambos sus políticas de austeridad y problemas de corrupción.
Entre el PSOE y Podemos tampoco surge acuerdo, porque los segundos, aunque aprecian la unidad de España, exigen el derecho de los catalanes a decidir su independencia mediante un referéndum acotado a ese territorio, lo que choca con la línea roja fijada por los socialistas y también por Ciudadanos (cuarta fuerza más votada) de no pactar con agrupaciones que pongan en discusión el principio de que la soberanía reside en el conjunto del pueblo español.
Otro tanto de lo mismo ocurre en Cataluña. Los independentistas tienen los escaños para formar gobierno y echar a andar su proyecto, pero mientras la CUP (separatistas de extrema izquierda) pone como condición la no continuidad de Artur Mas al frente de la Generalitat, Junts pel Sí (coalición de derechas, izquierdas y de centro, unida por la aspiración secesionista) insiste en que el presidente necesariamente debe ser Mas. En ambos casos, en el Estado español y en la Comunidad Autónoma catalana, como nadie mueve ficha (no vaya a ser que los acusen de desdecirse), pareciera que deberán repetirse las votaciones. Nuevas consultas electorales que, en tanto previsiblemente no depararán mayorías absolutas para nadie, tampoco resolverán el problema.
Otra realidad. Sin duda hay otros factores que dificultan los acuerdos, pero uno fundamental es el lugar común de que el buen político es el que siempre se mantiene firme en sus convicciones, cumple su palabra y, sobre todo, hace lo que sus votantes quieren.
La realidad, sin embargo, es otra muy distinta. En sociedades plurales y fragmentadas, en que diversos sectores sociales defienden distintos valores y tienen diferentes intereses, la única forma de construir el mundo común, la única forma de hacer política, es llegando a acuerdos en los que todos, o al menos los grupos suficientes para imponerse, ganen algo.
Para ello es imprescindible, a la vez, que estén dispuestos a hacer concesiones a sus rivales y, en ese tanto, traicionar a sus votantes haciendo lo opuesto a lo que prometieron y actuando de forma contraria a como sus representados quisieran.
Esto, que es educación cívica para adultos, se calla y oculta bajo la lírica del discurso político, del discurso periodístico y (preformulado por los dos anteriores) del discurso popular. En la base, yace el recelo de la antipolítica, siempre ilusionado con imposibles mandatos imperativos.
Insisto, tras las grandes transformaciones políticas suele haber audaces traidores. Es Calderón Guardia traicionando a la oligarquía del Partido Republicano al aprobar las garantías sociales. Es Manuel Mora traicionando los principios revolucionarios en favor del reformismo. Es José Figueres traicionando a la Legión Caribe para bajar la tensión con Somoza y ganarse la imprescindible confianza de EE. UU., y traicionando a Mora y lo que le prometió en Ochomogo, para, a cambio, ya proscritos los comunistas, profundizar la reforma social de los cuarenta, traicionando así al gran capital que le ayudó a ganar la guerra.
Sondeocracia. Contrario a la creencia popular de que el problema con los políticos actuales es “que no escuchan al pueblo”, pienso que el problema más bien es que están demasiado pendientes de los estudios de opinión pública para hacer solo aquello que, a corto plazo, resulte más popular y satisfactorio para sus bases sociales de apoyo, lo que dificulta enormemente el diálogo político y la construcción de acuerdos.
El político responsable, en cambio, es el traidor dispuesto a ensuciarse las manos haciendo lo que, según las circunstancias, entiende que debe hacer para alcanzar sus objetivos prioritarios.
¿Proceder así lesiona la confianza de las personas en la política? Seguramente (inolvidable la canción Cuervo ingenuo de Krahe y Sabina contra Felipe González), pero no hay otra alternativa si lo que se quiere es gobernar en paz sociedades plurales con representación política fragmentada.
La ignominiosa distancia entre el lirismo discursivo (que él mismo debe alentar) y la praxis política que debe gestionar, carga el fardo de desprecio popular que el político responsable asume.
Pero la moda es otra. Como lo advirtiera Ortega en “La rebelión de las masas”, las élites declinan su vocación dirigente y nace la sondeocracia, en la que se glorifica la consulta permanente a las bases (controladas, muchas veces, por los guardianes de esencias, como el Tea Party en el Partido Republicano o Unidad Popular en Syriza), las negociaciones transmitidas en directo (en las que el objetivo es halagar los oídos de los propios y no alcanzar compromisos con los adversarios), y todo el infantil fetichismo de la transparencia y los movimientos asamblearios.
Cualesquiera de los proyectos políticos hoy en pugna en España y Cataluña (que no he querido valorar porque no viene al caso) requerirá el compromiso de más de dos fuerzas políticas. Es eso, la parálisis o la violencia.
Solo la política puede librar a España de una inestable parálisis institucional de consecuencias económicas imprevisibles, o de, peor aún, una violencia como la que cíclicamente asoma en su pasado como pueblo. Lo que España necesita con urgencia son élites dirigentes dispuestas a dirigir. Necesita políticos dispuestos a hacer política. Necesita traidores.
El autor es abogado.