A los 12 años en mi nuevo barrio, me puse mis shorts , subí en mi bicicleta y fui a inspeccionar la zona. A los pocos minutos regresé a casa, asustada y le dije mi mama: “Ma, unos viejos me vieron y empezaron a decirme cochinadas”. Ella, amorosamente, me explicó que yo ya no me veía como una niña y que sería mejor cambiar mis shorts por unos más largos.
Así supe que tendría que decirle adiós a mi niña para convertirme en una mujercita. Tristemente, dije adiós a mis muñecas, aunque aún a los quince las tomaba a escondidas y jugaba con ellas.
Aunque en los años 70 se vivía en Costa Rica más despacio y teníamos más tiempo para disfrutar nuestras infancias, también aprendíamos tácitamente que ser niño era vergonzoso y que todo lo que teníamos que saber sobre nuestra sexualidad se resumía a la terrorífica información religiosa que nos enseñaban en el catecismo, donde sexo era sinónimo suciedad, castigo y pecado, en contraste con la escuálida clase de biología, en la cual, algún día, nos explicarían la reproducción humana.
Treinta años después, en la era de “información cibernética”, resulta que la ignorancia y desconocimiento es peor aún, con el agravante de que el sexo se practica desde temprana edad y el 85% de los nuevos bebés son hijos de adolescentes y son embarazos no deseados.
Mientras la Iglesia arremetía contra los docentes que querían informar a los jóvenes, los docentes “enseñaron” a nuestros niños las maravillas del condón y los anticonceptivos.
Y nosotros, padres y madres que tampoco sabíamos mucho del tema, delegamos, cómodamente, la formación sexual de nuestros hijos a otros.
Dimos a nuestros jóvenes permiso para crecer antes de tiempo, los forzamos a ser adultos, teniendo adentro un niño asustado que no sabía qué hacer.
Les escondimos las muñecas y los carritos, los conectamos a una aparato de TV y a una computadora, para que fueran inteligentes, bilingues y superdotados; los matriculamos en el mejor maternal desde antes de nacer, los decoramos, con celular, reloj, computadora, anteojos oscuros y “blin blin”, como si fueran un arbolito de Navidad, y los maquillamos y peinamos para que se vieran como los muñecos que les arrebatamos.
Nuestros jóvenes no necesitan una sobredosis de moral y prejuicios, pero tampoco debemos abrirles las puertas de la libertad absoluta, dejándolos en el abandono de sí mismos, sin herramientas para defenderse en una etapa en que carecen de toda experiencia.
No conozco los programas de educación sexual del MEP, pero espero, por las nuevas generaciones, que estas incluyan programas y talleres con profesionales, que sean capaces de enseñar autoestima y autoliderazgo a nuestros jóvenes, donde aprendan a desarrollar su inteligencia emocional y a potenciar sus talentos y capacidades, desarrollando intereses que no sean solo sexuales a los 11 y 12 años.
Inteligencia viene del latín “inter” que significa “entre” y “legere” elegir; nuestros jóvenes tienen derechos a saber “elegir entre”, autocontrol, y descontrol, femineidad y masculinidad, decir no y decir sí, y ya sean hombres o mujeres, y sea cual sea su preferencia sexual, puedan aceptar con alegría su sexualidad, para que no se regalen al mejor postor como un objeto sin valor y puedan decidir conscientemente con quién y por qué lo van a hacer, quién les merece y a qué edad se sentirían preparados para hacerlo.
Que “su primera vez” incluya respeto, confianza, lealtad y honestidad, la satisfacción de dar y recibir, y en donde definan qué clase de seres humanos les gustaría llegar a ser.