“Si nos preguntáramos cuál innovación produjo el siglo XIX en el campo de la literatura (…) la respuesta debería ser: la novela realista”.
Con estas asertivas palabras, que no dejan duda sobre la elevada y consciente condición literaria de su portador, el indispensable autor alemán Thomas Mann recibió, el 10 de diciembre de 1929, el Premio Nobel de Literatura.
Como principal razón para otorgárselo, la Academia Sueca citó “su gran novela Buddenbrooks ”, la primera de una sólida carrera, a la que siguieron otras tanto o más determinantes, como La montaña mágica (1924) y Doctor Fausto (1947). Su relato Muerte en Venecia alcanzó renombre universal gracias a la película realizada por Luchino Visconti en 1971.
Conforme han pasado los años, Mann se ha consolidado cada vez más en el panteón de la gran literatura universal. Allí seguirá, con sobradas razones.
Otros ganadores del Nobel están lejos de sus merecimientos, y varios han sido relegados a un justificado olvido o a la lista de embarazosas curiosidades. Pero en todos los casos, al otorgar el premio a grandes o pequeños, no existió la menor duda de que sus receptores pertenecían al universo literario. Su calidad pudo ser cuestionada –en muchos casos con sobradas razones–, pero no su condición: la de escritores.
Con Bob Dylan ocurrió algo distinto.
Esencia. Su trascendencia como creador y trovador de una lírica cristalina, aguda y sublime, escrita para ser cantada, trasciende cualquier asomo de duda. Por algo sus versos han sido incorporados, con o sin melodía, a sensibilidades, percepciones e identidades culturales diversas.
Pero hasta el momento en que la Academia decidió galardonarlo “por haber creado nuevas expresiones poéticas dentro de la gran tradición de la canción americana”, la esencia literaria de su obra y, por tanto, de su rayo creativo, no había sido considerada plenamente. Ni siquiera por el propio Dylan. Así lo confesó en el discurso de aceptación del premio, leído en su nombre, este 10 de diciembre, por el embajador de Estados Unidos en Suecia.
El texto, de esencial transparencia y brevedad (apenas 824 palabras), hace gala del poder evocativo de sus mejores canciones, no solo para revelar asombro, sino también para interrogarse sobre la naturaleza de la creación artística y los ímpetus y consideraciones que la mueven.
Pareciera que, a pesar de haber asimilado la decisión de ser ungido como literato desde la cumbre del Nobel, aún no estuviera plenamente convencido de ella. La acepta con complacencia y humildad, pero, sobre todo, con perplejidad.
Dylan nombra a Mann, Rudyard Kipling, George Bernard Shaw, Pearl Buck, Albert Camus y Ernest Hemingway, como “esos gigantes de la literatura” que “fueron considerados merecedores de tal distinción”, y cuyas obras absorbió desde la juventud. “Que ahora me sume (la Academia) a los nombres de tal lista va más allá de las palabras”.
En su declarada sorpresa está implícita una pregunta: ¿por qué, entonces, el premio?
Relación. Como parte de su respuesta, confiesa que, al conocer la noticia y tomar varios minutos “para procesarla”, su primera reacción fue pensar en William Shakespeare. No lo hizo por compararse con su genio, sino para reflexionar sobre la diferencia entre la obra que desde el inicio se asume como estrictamente literaria y, por ende, concluye con su escritura, y la que requiere de otros procesos para completar su ciclo.
“Me atrevo a plantear –escribe en su discurso– que él se consideró a sí mismo como dramaturgo. Cuando escribía Hamlet, estoy seguro de que pensaba sobre muchas cosas diferentes: ‘¿Quiénes serán los actores apropiados para estos papeles? ¿Cómo deberían representarse? ¿Realmente quiero ubicar la acción en Dinamarca? (…)’. Me atrevería a apostar que lo más lejano de la mente de Shakespeare era la pregunta ‘¿Será esto literatura?’”.
Dylan confiesa que la aspiración con sus propias creaciones, más lírico-musicales que dramáticas, pero siempre ligadas a profundas inquietudes humanas, era que “pudieran ser oídas en cafés o bares, quizá más tarde en lugares como el Carnegie Hall o el London Palladium. Si realmente estaba soñando en grande, podría imaginar tener la oportunidad de grabar un disco y luego oír mis canciones en la radio”. Es el sonido como razón final de la escritura.
¿Cuál será, entonces, la naturaleza de su obra, o, más bien, cuáles podrían ser sus naturalezas? Dylan elude decirlo. Está muy lejos de las contundencias literarias al estilo de Mann. Por esto responde con una mención de experiencias propias y decisión ajena:
“Nunca he tenido el tiempo de preguntarme a mí mismo: ‘¿Son mis canciones literatura?’. Por ello, agradezco a la Academia Sueca, tanto por tomarse el tiempo de considerar esta misma pregunta, como por, en última instancia, proveer tan maravillosa respuesta”.
Así concluye el discurso que el autor encomendó a una voz distinta: la del embajador. Su ironía y ambivalencia saltan a la vista con el acto de intermediación.
Pero más allá sí puede descubrirse una certeza: que la real identidad creativa de Dylan no procede de su asimilación a cánones reconocidos y preestablecidos sobre formas o géneros, sino a un ejercicio permanente de ambigüedad, búsqueda, incerteza y libertad. Y todas ellas son, en última instancia, rasgos esenciales de la buena literatura, escrita o cantada, leída u oída.
El autor es periodista.