El presidente de la República, al adoptar la directriz mediante la cual instruye a varias administraciones públicas a adoptar diversas medidas contra toda empresa que utilice plataformas digitales para prestar servicios de taxi (dentro de los que están Uber y similares), viola la Constitución Política al incumplir su deber de velar por la eficacia de la libertad fundamental de elección del usuario.
Dicha directriz se funda en cuatro ideas: ningún sujeto particular puede prestar el servicio de taxi si no cuenta con una habilitación conforme a la legislación vigente; la legislación vigente es la única forma de habilitación idónea para asegurar a los usuarios estándares de seguridad y la defensa de sus derechos; si bien la revolución informática ofrece nuevas formas no reguladas hasta la fecha de prestar esos servicios, el Estado tiene la obligación de velar por el cumplimiento de su legislación vigente y, finalmente, las diferentes empresas que operan a través de plataformas digitales incumplen la normativa interna de tipo fiscal, seguridad social y derechos laborales.
Con base en esa motivación, dispone instrucciones para restringir a cualquier empresa que utilice plataformas digitales para prestar servicios de transportes, como el de Uber.
Razonamiento inconstitucional. Si bien la directriz intenta mostrar un sustento jurídico sólido, lo cierto es que, más bien, acredita evidentes quebrantos constitucionales.
Así, aunque admite la existencia de plataformas tecnológicas para la prestación de servicios como el transporte de personas, entre ellas, el caso de Uber y similares, opta por anularlas, reprimirlas y perseguirlas al tildarlas de ilegales, eludiendo su deber de promover su regulación, con lo que se le impide al usuario el acceso a más alternativas y, a la economía, más eficiencia.
El artículo 46 de la Constitución, en su párrafo quinto, declara como derecho fundamental de los consumidores y usuarios “la libertad de elección”.
De esa norma deriva una doble obligación jurídica a cargo del Estado: la primera es una obligación de no hacer, consistente en que, ni el Estado ni ningún sujeto privado en posición de poder deben imposibilitar, ni jurídica ni fácticamente, el ejercicio de esa libertad de elegir del consumidor y del usuario.
La segunda es una obligación de hacer, consistente en el deber del Estado de efectuar todas aquellas acciones, materiales o normativas, idóneas y necesarias para hacer eficaz dicha garantía.
Así, ante el reconocimiento de derechos fundamentales, “surge no solo una obligación (negativa) del Estado de abstenerse a injerencias en el ámbito que aquellos protegen, sino, también, una obligación (positiva) de llevar a cabo todo aquello que sirva a la realización de los derechos fundamentales, incluso cuando no conste una pretensión subjetiva de los ciudadanos” (K. Hesse).
Acciones normativas pendientes. La aludida obligación positiva que deriva de las libertades constitucionales se ve satisfecha mediante la aprobación legislativa de las denominadas “normas de organización y procedimiento”, idóneas y necesarias para hacer posible el ejercicio pleno, en este caso, de la libertad de elección del usuario de los servicios de taxi.
Por lo que se ha explicado, esas normas vendrían a regular la nueva forma de prestar dichos servicios, haciendo posible, para el usuario, el acceso a una más amplia gama de opciones para satisfacer sus necesidades de transporte, propiciando, además, el surgimiento de más plataformas digitales (las más que se puedan).
Así, en lugar de ignorar la evolución tecnológica del sistema y la eficiencia del sistema económico que implica, como se hace en la directriz, el Estado costarricense, sistema político, debe optar por regular la nueva forma de prestar el servicio de transporte que hace eficaz una libertad constitucional, adaptando el resto del sistema jurídico a su entorno.
La autora es abogada.