De niño tenía claro que si alguien era abogado se le decía licenciado, si era médico, doctor y bachiller era solo el señor Osejo. Luego se me confundió la cosa cuando el mayor de la casa obtuvo permiso de conducir y en broma decía que ya era licenciado. Después creí comprenderlo todo cuando pensé que esos eran grados académicos que se ganaban sucesivamente a base de dedicación, estudio y experiencia, pero tampoco eso era cierto.
Ahora me dicen que la licenciatura es una tontería porque en las universidades te dejan pasar del bachillerato a la maestría “sin perder el tiempo”. Ahora tengo claro que algunos se ganan el título de doctores y a otros se les acredita por acuerdo (salados los primeros). Y ya varios jóvenes me han explicado que entre menos tiempo y requisitos, mejor es el postgrado. Ni la calidad de la formación, los contenidos, o la responsabilidad sobre nuestras decisiones interesa, solo obtener más con el menor esfuerzo; lo que importa es tener un título para anteponer a nuestro nombre.
“Yo soy doctor, si no sabía, al menos debió ponerme licenciado” fue lo que me dijo un caballero luego de entregarle una carta sin añadirle su grado académico al encabezado, como si su credibilidad o valía radicara en ello. Fácil es recordar aquél programa de televisión donde un sujeto sin mucha sensatez se regocijaba y agradecía que lo llamaran licenciado, cuando hoy exigimos que se nos diga máster o doctor, respaldemos o no el título con conocimiento y acciones.
Pero, por extraño que parezca, algunas personas, por más estudios y grados, siguen llevando el mismo nombre; siguen comportándose como si fueran seres humanos sin necesidad de estar mirando a los otros por encima del hombro. En palabras sencillas, poseen los títulos, y no al revés.
Hace más de una década un amigo me decía, ante el surgimiento de tantos profesionales de incierta formación, que solo en el doctorado quedaba una garantía de excelencia. Hoy, ni siquiera ese título está reservado para personas realmente doctas. Sin importar el grado académico, solamente nos resta un refugio para la excelencia: la voluntad humana de ser excelentes.