“Pienso, luego existo”. Dispararle a Descartes se ha convertido en un verdadero pasatiempo, para mil edipillos que compiten por matar a su papá filósofo.
Primera objeción: coherente con su método de la duda hiperbólica, y habiendo debido llevarla hasta sus últimas consecuencias, Descartes debió haber desconfiado de los automatismos del lenguaje, de la sintaxis, de la estructura sujeto-predicado, que le impuso ya su constatación (las palabras “pensaron” por él). Es la “refutación” de los lingüistas.
Segunda: en rigor, Descartes debió haber dicho “algo piensa”: “algo” habría sido el subconsciente, sobre el que lo ignoró todo, y cuyo subterráneo fluir no consideró en su apotegma. Es la “refutación” de los psicoanalistas, que Lacan formula, derogatoriamente, como “pienso, luego no existo”.
Tercera: Descartes debió haber dicho “La historia me piensa”: nuestro sabio no hizo verdadera tabula rasa del pensamiento que lo precedió. Tal gestión era imposible. No creó las palabras ni las estructuras del pensamiento: nació inmerso en una logosfera, en el líquido amniótico de un lenguaje que él no generó, al que debió haber dado crédito, y que también debió haber suscitado su metódica suspicacia. Es la “refutación” de los historiadores, críticos de la cultura y sociólogos.
Cuarta: Descartes, como racionalista antonomástico, pretendió imponerle a la vida –fluencia temporal inasible e inherentemente irracional– su férula hecha de ideas, de conceptos, de estructuras y racionalizaciones.
Forzó a la realidad a entrar, costase lo que costase, en su corsé conceptual, su cuadrícula racionalista –pecado de violencia epistémica– en lugar de prestar atención a los irreductibles valores vitales. Es la “refutación” de los filósofos vitalistas.
Quinta: la teoría de la evolución de las especies transformó en monismo el dualismo cartesiano. La diferencia entre res extensa y res cogitans ha quedado descalificada. Existe un vínculo de continuidad evolutiva entre el homo neanderthalensis y el ilustrado enciclopedista del siglo de las luces. Entre el autor del Discurso del método y un australopiteco existe una diferencia de grado, no de esencia o de naturaleza. No hay dualismo materia-espíritu: este representa un grado evolutivo superior a aquella. Es la “refutación” de los darwinistas.
Sexta: según el esquema de las configuraciones binarias de occidente, la mujer ha sido asociada a la naturaleza –selva, océano, flora y fauna–, mientras que el hombre –conquistador, colonizador, desflorador– lo fue a la civilización.
Cuando Descartes propone: “es a través de la razón que nos haremos maestros y posesores de la naturaleza” sugiere el sojuzgamiento de la mujer por el hombre.
Su actitud ante la naturaleza –dominación y violación– es siniestramente sistémica con la índole del vínculo que ha determinado la relación patriarcal hombre-mujer. Es la “refutación” feminista.
Sétima: no existe una “glándula pineal”, ubicada en la base del cráneo, donde se alojase el alma humana. Es la “refutación” fisiologista.
Octava: Descartes erra al privar de naturaleza psíquica a plantas y animales, y al pretender que hablar de una “psique” vegetal o animal no sería más que una proyección antropopática de nuestra afectividad e inteligencia.
La concepción de los animales como autómatas desprovistos de alma ha levantado escudos guerreros por doquier. Es la “refutación” de los ecologistas y los defensores de los derechos animales.
Novena: alma-inteligencia-cerebro y cuerpo no constituyen una antítesis ontológica propia al hombre. La psique es abordable fisiológicamente, la fisiología es abordable psíquicamente: la dicotomía entre una y otra es ilusoria. Los procesos fisiológicos son tan “inteligentes” como los procesos conscientes, y estos, tan “estúpidos” como los puramente orgánicos. Solo cabe hablar de una unidad psicofísica indivisible y ontológicamente unitaria. Esta es la “refutación” scheleriana.
Décima: antes que “pienso, luego existo”, Descartes hubiera debido decir “siento, luego existo”. Es la “refutación” de los estetas sensualistas y decadentistas, de los “sentidores” en el linaje de André Gide y Pierre Louÿs.
¡Así que compre su boleto, y dispárele a Descartes! ¡Pobres cretinos, filosofastros de pretil! Bien se ve que es más fácil abatir a un león que a una hormiga: a cien metros de distancia, su dimensión y presencia lo harán un blanco más cómodo que el insecto.
Lo que este pelotón de deconstructores (¡Descartes lo fue también, pero de qué manera!) no advierte, es que nadie se ocupará nunca de dispararles a ellos.
Admitámoslo: nadie se afanaría tanto tratando de negar una cosa a menos de que sea verdadera, o siquiera tenga un alto coeficiente de verdad. ¿Se devanan los sesos los filósofos, psicoanalistas, lingüistas y sociólogos refutando la existencia de los gnomos, las hadas y los dragones? ¡Algo debe tener el agua, puesto que tanto la bendicen!
Poeta mal leído. Como padre que es de la moderna filosofía, Descartes tuvo que padecer la triste ironía consistente en engendrar a sus propios verdugos. Pero sigue siendo un filósofo inmenso, y algo más: a su peculiar manera, un extraordinario poeta.
La poesía de la palabra –que esgrimía con garbo, euritmia y eufonía–, pero también la poesía de las ideas. La poesía de los conceptos, y de su impecablemente lógica concatenación.
Cuando leo a Descartes se me hace más que nunca tangible la existencia de una música de las ideas, de una armonía del pensar, de una concepción del mundo que, queriendo ser racionalista, termina por ser profundamente mágica. Mágica, sí. No es la primera palabra que se le vendría a uno a la mente, al mencionar a Descartes, ¿no es cierto? Pero la verdad de las cosas es que Descartes es magia pura. Ya hablaremos de ello con la dilación que el tema merece.
Su mayor infortunio consistió en haber sido mal leído, mal traducido, mal interpretado, mal comprendido, mal estudiado… y mal, muy mal criticado.
Afortunadamente, su sombra colosal de secuoya del pensamiento seguirá por mucho tiempo brindando cobijo aun a aquellos que, para ganarse una ronda de aplausos en el cafetín de moda, se llenan la boca denostándolo.