Existen muchas emociones que nos condicionan y pueden limitar nuestras relaciones con otros y con nuestro entorno. Pero en la raíz de todas yace una sola: el miedo. De él se deriva todo lo que nos impide realizarnos plenamente. El miedo es el enemigo a vencer, a cada momento.
Venzámoslo, pero de verdad. Hagámoslo añicos, para que no pueda levantarse. No le demos ni un centímetro, porque cuando se asoma nos desgasta y nos coacciona; nos priva del contacto humano que tanta falta nos hace y les otorga el poder a los que buscan separarnos y dañarnos.
Manifestaciones del miedo. Venzámoslo en todas sus formas, aunque muchas veces nos cueste tan siquiera identificarlas. Que ya no sea sospecha nuestra reacción automática cuando nos aborda un extraño en la calle: que sea curiosidad. En muchos lugares de Oriente, servir a un desconocido es considerado una oportunidad para santificarse; la gente en la calle lo aborda a uno con una confianza impresionante y un interés genuino en prestarle ayuda.
Que ya no sea enojo lo que nos embarga cuando un chofer comete una imprudencia en la vía: que sea paciencia. Otorguemos el beneficio de la duda a todos y a todo. En realidad, y aunque creamos que es evidente, no tenemos ni idea de lo que están pensando los demás. Además, todos cometemos infracciones todos los días.
Que ya no sea indignación lo que sentimos cuando nos corrigen por un error que cometimos: que sea enmienda. Errar es de humanos y es la más efectiva manera de aprender. Reconocer un error con humildad demuestra seguridad en uno mismo.
Que ya no sea vergüenza lo que proyectamos cuando fracasamos: que sea perseverancia. El éxito es la culminación de una cadena de desaciertos de alguien que sabe sobreponerse porque tiene claro lo que quiere.
Temor y humanidad. Las sociedades más pobres y maltratadas resultan ser también las más solidarias y hermanadas, porque en medio de la miseria se conoce a la gente como realmente es, se caen las máscaras y se acaba el miedo al qué dirán.
Venzamos el miedo a las apariencias y a los símbolos de estatus social. No temamos vernos felices con los pequeños detalles de la vida, con lo simple y con lo intangible, en contraposición a la falsa alegría de las posesiones materiales por sí mismas.
No temamos al tiempo libre, al ocio. Estar demasiado ocupados nos aleja de nosotros mismos y nos mecaniza. Sentarse en el zacate y no hacer nada por un buen rato es una dosis de realidad. Nos hace presentes y nos recuerda que somos humanos. Por eso muchos países desarrollados han encontrado en la reducción de la jornada laboral una mejoría sustancial en la calidad de vida de las personas, que todos los días inundan parques y espacios abiertos para simplemente estar ahí.
Finalmente, venzamos el miedo al futuro. El ser humano ha sabido sobreponerse a momentos muy difíciles. Hemos llegado lejos y seguimos empujando nuestras fronteras. Es fácil ser pesimista ante las noticias que vemos todos los días, pero el miedo es un refugio inútil. Llegaremos hasta donde estemos destinados a hacerlo, y disfrutar el camino es nuestra mejor elección.
Cuando Franklin D. Roosevelt asumió la presidencia de Estados Unidos, en 1933, el mundo atravesaba momentos de mucha incertidumbre, y la gente sentía mucho miedo, por muy justificadas razones. Lo primero que este hombre tuvo que decir fue que “de lo único que debemos tener miedo es del miedo mismo, anónimo, irracional, injustificado terror que paraliza los esfuerzos necesarios para convertir el repliegue en avance”.
Ciertamente, sus palabras siguen vigentes.
El autor es prevencionista de riesgos.