Algunos vivimos en forma directa la ilusión varias veces traicionada de la revolución contra la dictadura somocista al final de los años setenta en la vecina Nicaragua. Muchos costarricenses guardamos recuerdos vívidos de las diferentes formas de lucha emprendidas en respaldo de los jóvenes revolucionarios a quienes el pueblo nicaraguense tendrá que juzgar alguna vez por sus traiciones y tomaduras de pelo.
Hubo, sin embargo, un tiempo en la historia de Nicaragua que permitió pensar en que un país mejor era posible. Ese tiempo de reunión de los “gueguenses” lo lideró una mujer: Violeta Barrios de Chamorro, una leal y auténtica cabeza de familia tempranamente viuda por designio asesino de la dictadura. Le tocó ser la mujer que la historia de su pueblo reservó para una oportunidad extraordinaria de dar pasos infantiles hacia la democracia, sueño primero y anhelo después, finalmente convertido en quimera por aquellos “revolucionarios” que un día la usaron como bandera.
La Dama de Blanco de Nicaragua le ganó por mucho (54,7%) las elecciones al que una vez fue presentado ante las masas como “el gallo ennavajado”, el sandinista Daniel Ortega Saavedra (40,8%).
Los sandinistas habían porfiado en que el de doña Violeta era un triunfo imposible, tanto así que hasta adelantaron las elecciones, seguros, en su arrogancia, de que eran invencibles. En enero de 1990 les llegó el primer mensaje de que tenían los pies de barro; habían dejado de ser la generación insignia de Centroamérica, aquella de la que tantos y tantos costarricenses fuimos retaguardia en los albores del 19 de julio de 1979.
Momento de reconciliación. Los años de doña Violeta en el Gobierno son recordados con especial aprecio porque fue cuando el rostro de la Nicaragua eterna mostró sus rasgos más gentiles, más sinceros, más auténticos. Aquella mujer rompió los paradigmas del imaginario del poder nicaraguense al ingresar vestida de blanco a la toma de posesión en Managua. En un día soleado desplazó con su sonrisa y su sencillez los galones y las charreteras. El suyo fue un triunfo de la confianza en la capacidad de reconciliación de las familias nicaraguenses largamente castigadas por el flagelo de las luchas intestinas, los apetitos autoritarios, los pactos sin escrúpulos y la ambición perenne por tomar el poder con maña o por asalto.
Fue un día en la sala de su casa en el barrio de Santo Domingo, al calor de un café de media tarde en un recreo de su agenda presidencial cuando doña Violeta relató con la voz emocionada de una madre que salvó a sus hijos. Los sucesos fueron en abril de 1957, al cruzar hacia la ribera sur del río San Juan, la frágil línea imaginaria que a veces nos une y a veces nos separa. Aquel relato fue conmovedor. Lo guardo en un libro de crónicas por editar.
Es una historia de muchas tan intensas como las pláticas durante los veranos de Managua a más 40 grados Celsius, y como otras tantas que las complementaron: las de la identidad y las razones de la democracia y la libertad en una patria marcada por la violencia y el absurdo y al mismo tiempo que la imaginación y el sacrificio hasta extremos inverosímiles descritos en su oficina del kilómetro 4 y medio de la Carretera Norte donde escribió tantos años, o en los almuerzos del consejo editorial del diario La Prensa abundantes en descripciones únicas y reflexiones históricas y filosóficas, las de un maestro de nuestra lengua castellana: el poeta Pablo Antonio Cuadra Cardenal; pariente, consejero y conciencia crítica de la señora Presidenta.
Diálogo fraterno. La Dama de Blanco de Nicaragua vivió por aquellos años en su propia familia la fractura ideológica que vivía su pueblo, pero aquella encrucijada no fue obstáculo para el diálogo fraterno y la discusión respetuosa entre iguales a la hora de compartir la mesa.
Fue aquel un extraordinario ejemplo de que aparte de las circunstancias del poder lo realmente trascendente en los seres humanos es la nobleza del afecto filial. El afecto y la capacidad de entendimiento en la discrepancia, si logra trasladarse a la acción política y a la cultura de los ciudadanos es capaz de transformar la sociedad para beneficio del mayor número de sus miembros. En otras palabras: si el líder carece de capacidad para lograr el respeto y la convivencia en la familia, aunque converjan en ella ideas contrarias, es poco probable lograrlo para el país que se gobierna.
Durante su mandato (1990-1997) doña Violeta Barrios de Chamorro no pudo darle a Nicaragua todo lo que quería para su patria, pero hizo su mejor esfuerzo por lograrlo. Haber creado condiciones para acercar a los hermanos divididos es un mérito suyo innegable, propiciar una cultura de eliminación de las armas como recurso primario para imponer la voluntad a los demás es otro, mostrarle al mundo que Nicaragua tenía sensibilidad femenina es otro logro a su haber que ninguna otra mujer, ni antes ni después de ella, ha podido siquiera emular.
Ni ayer ni hoy puedo desprenderme de la admiración hacia la Dama de Blanco de Nicaragua. La primera vez que la vi rodeada de sus jóvenes hijos fue cuando regresaban a una Managua ensangrentada y humeante horas después de la huida del dictador.