La compleja situación fiscal que atraviesa el país, producto de lo mucho que hemos postergado la toma de decisiones estratégicas en temas de aumento de los ingresos fiscales y contención del gasto público, de la dificultad enfrentada, en los últimos años, por los diversos sectores políticos para el logro de acuerdos nacionales en esta materia, nos obliga a actuar y a hacerlo con prontitud. El país requiere medidas prontas y efectivas para sanear las cuentas del Estado, y así garantizar la prestación oportuna y eficaz de los servicios públicos y sociales que requiere nuestra población.
Esta coyuntura ha llevado a generar un sano, aunque no exento de riesgos, debate parlamentario en torno a las medidas necesarias para mejorar la recaudación y contener el volumen de egresos públicos. En ese contexto, algunos sectores han pretendido aplicar drásticos recortes al gasto. Una de las propuestas que se ha dado a conocer en las últimas semanas es la de aprovechar este momento para cerrar la Dirección de Inteligencia y Seguridad (DIS), mediante la desaprobación de los recursos previstos para dicha institución, en el Presupuesto del 2015.
Muchas razones nos llevan a considerar que esta iniciativa es no solamente inconstitucional, sino, además, contraria al interés público. Me referiré a ambos aspectos.
La DIS fue creada mediante ley de la República. Es una norma de esta naturaleza y jerarquía la que define sus funciones y establece su marco jurídico básico. El cierre o la transformación de esta institución, o de cualquier otra en la misma situación, pasa necesariamente por la emisión de una ley específica para dicho fin. Si el legislador ordinario creó la DIS, es el mismo legislador ordinario quien puede tomar la decisión de transformarla o clausurarla. El legislador presupuestario está impedido para incorporar, en el proyecto de ley de presupuesto, normas generales propias de la legislación ordinaria. La inconstitucionalidad de las normas atípicas es, probablemente, uno de los temas más pacíficos y contestes en la jurisprudencia de la Sala Constitucional e incluso, antes de 1989, de la Corte Suprema de Justicia.
Pero no solamente razones de orden jurídico nos llevan a entender que la discusión acerca del futuro de la DIS no debe hacerse con desmesurada prisa y sin la reflexión necesaria por parte de todos los sectores de la vida política nacional. De acuerdo con la Ley General de Policía, las funciones que desarrolla la DIS se enmarcan dentro de la defensa de la nación, de su soberanía, bienes e intereses, así como de la coordinación con otros organismos nacionales e internacionales afines, para el combate de la criminalidad organizada, la prevención de atentados contra nuestra institucionalidad democrática y la colaboración con el Poder Judicial y con los demás cuerpos policiales para la lucha contra la delincuencia.
El Estado costarricense no puede darse el lujo de, simplemente, ordenar el cierre de la DIS y privar a la sociedad de un cuerpo de inteligencia para su protección. Lo que este Gobierno ha propuesto, con firmeza y prudencia, es propiciar una modificación de este cuerpo de seguridad, de modo que no pueda volver a ser utilizado como una policía política para perseguir a los disidentes y aplacar el debate abierto de ideas contrastantes, consustancial a la democracia. Para ello, nos hemos comprometido a entregar en octubre un proyecto de ley ordinaria que busca convertir a la DIS en un centro de acopio y tratamiento de información de relevancia para la toma de decisiones públicas, con un marco jurídico que facilite su fiscalización y evite la desviación de sus atribuciones.
Esperamos que este proyecto sea ampliamente debatido por la sociedad civil y los sectores representados en la Asamblea Legislativa, de modo que podamos lograr una regulación moderna, adecuada y transparente, que nos permita fortalecer la DIS en aquellas funciones necesarias para la buena marcha del Estado, y apartarla definitivamente de cualquier posibilidad de interferencia en la vida privada de las personas o en la dinámica política.
En un momento histórico como en el que nos encontramos, se demanda de quienes hemos recibido el efímero mandato de gestionar la cosa pública, acciones decididas y efectivas para enfrentar los problemas nacionales, pero, a la vez, decisiones prudentes y meditadas que tiendan a favorecer el interés general y se enmarquen perfectamente dentro de nuestros deberes constitucionales y legales.