El ascenso de Donald Trump en las preferencias de un importante sector del electorado estadounidense es un claro indicador del cambio experimentado por la cultura política de Estados Unidos.
Considerado a largo plazo, ese cambio fue posible por tres procesos que se reforzaron mutuamente: el fortalecimiento del conservadurismo religioso (especialmente el de base evangélica), la expansión de la ideología del libre mercado y la promoción sistemática de un sistema de valores que privilegia los intereses individuales y privados frente a los públicos y los colectivos.
Aunque manifestaciones de tales procesos se encuentran desde antes de 1980, fue a partir de esta década que lograron una articulación decisiva, posibilitada por la llegada a la Casa Blanca de Ronald Reagan. A partir de entonces, empezó a articularse una cultura política que fue dirigida, simultáneamente, contra dos objetivos específicos: el comunismo soviético y el sistema de seguridad social que se desarrolló en Estados Unidos a partir de la crisis de 1929 (sistema que fue actualizado y renovado a inicios del decenio de 1960, durante la administración de J. F. Kennedy).
En el período anterior a 1980, ese sistema de seguridad social fue utilizado decisivamente para combatir a los soviéticos, al mostrarlo como uno de los logros principales de la empresa privada en el llamado “mundo libre”. Tras su llegada al poder, la administración Reagan aplicó una estrategia muy diferente: inició un ataque sistemático contra ese sistema, a la vez que favorecía el creciente predominio, en las relaciones de mercado, de un rapaz capitalismo corporativo (en particular de tipo financiero).
Ciertamente, la nueva cultura política que empezó a forjarse en la época de Reagan fue nutrida por diversos teóricos identificados con el libre mercado; pero lo fue también por la intolerancia y el autoritarismo que caracterizaron al macartismo de la década de 1950. Al combinarse con un fortalecido conservadurismo religioso, esa nueva cultura política se dirigió también contra derechos civiles fundamentales e incluso contra el propio conocimiento científico.
Si hoy Trump puede utilizar un discurso basado en el odio para construir su campaña electoral y liderar las preferencias de los votantes republicanos, su éxito no es casual: desde hace décadas, un discurso similar se ha utilizado contra los fundamentos mismos de la democracia estadounidense.
Al cosechar lo que otros sembraron, Trump ha demostrado que se puede ir aún más lejos de lo que Reagan y los Bush se atrevieron a avanzar. Tal vez su arriesgada apuesta a favor de una estrategia basada en el odio resulte insuficiente para asegurarle la victoria en las urnas; pero también es posible que Trump triunfe, como le ocurrió a un político de origen austríaco en la Alemania de la década de 1930.