Después de la Segunda Guerra Mundial, en vista de la tragedia provocada por los regímenes totalitarios, la democracia, pese a las reservas de algunos visionarios, se consolidó como el esquema ideal para garantizar las justas aspiraciones de los pueblos, y se adoptó como el sistema más indicado para integrar los Gobiernos de todos los países del mundo civilizado, tanto en aquellos que conservaron sus monarquías como en los países detrás del llamado “telón de acero”, que, para no parecer fuera de la corriente mayoritaria, pretendieron disfrazar sus autocracias cubriéndose con el título de “repúblicas socialistas”, si bien se cuidaron de celebrar elecciones o consultas populares de ninguna especie.
El mejor sistema. Un sagaz político del siglo XX, sir Winston Churchill, dijo en una oportunidad que “la democracia era el peor régimen, a excepción de todos los demás”, con lo que, humorísticamente, reconocía la imperfección de cualquier sistema que el hombre pueda concebir y, de paso, consagraba a la democracia como el mejor sistema de organización posible en la época actual.
Sin embargo, con el transcurso del tiempo, se ha confirmado que la democracia en realidad no es una panacea y ni siquiera una filosofía política, sino, simplemente, un procedimiento para nombrar a los gobernantes, y, consecuentemente, sus resultados dependen de la cultura política de los electores y, correlativamente, de la idoneidad de quienes resulten escogidos.
En tiempos de una relativa paz social, y en pueblos de una cultura avanzada y homogénea, en los que los individuos, pese a sus naturales diferencias, coinciden en valores supremos e intangibles, que quedan siempre a salvo de las luchas partidistas y del resultado del juego electoral, hay muchas posibilidades de que el sistema puede conformar Gobiernos funcionales sin alterar la paz social.
Cambios drásticos. No obstante lo anterior, en épocas de crisis, en las que se profundizan las desigualdades culturales y patrimoniales, se cuestionan los valores tradicionales y existe, por tanto, un ambiente proclive a cambios bruscos y radicales, está el peligro de que una mayoría, demagógicamente manipulada y movida por el prurito de marchar a contrapelo de sus antecesores, imponga cambios drásticos que fatalmente han de conducir a resultados imprevistos y hasta catastróficos.
Recordemos cómo, en una Alemania culta, pero en crisis por el resultado de la Primera Guerra Mundial y el injusto Tratado de Versalles que le impusieron los vencedores, Adolfo Hitler y su Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán fueron llevados al poder en 1932 por una mayoría inobjetable, desesperada por el esquema político y económico imperante en aquel momento.
Al respecto, creo que nadie puede discutir que el régimen nazi gozó, durante algunos años, de la general aceptación del pueblo alemán hasta que los resultados incontrastables de la Segunda Guerra Mundial vinieron a demostrar, en forma inequívoca, que el líder mesiánico, proclamado por el pueblo como su salvador, los había conducido a un vergonzoso genocidio y al mayor desastre militar y económico de su historia.
Relativismo extremo. La democracia puramente electorera, practicada en la mayoría de los países llamados “democráticos”, profesa el injustificado optimismo de que el recuento mecánico de los votos debe dar siempre buenos resultados. Este tipo de democracia es la consagración de un relativismo extremo que, como ignora la verdad, no encuentra otra salida que abandonar su descubrimiento al sufragio de la mayoría. Como tampoco puede entregarse el poder a perpetuidad a ningún grupo o colectividad, por más méritos que circunstancialmente pueda tener, ya que, como apuntaba certeramente otro político inglés, “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”, y como, por otra parte, no podemos contar con que periódicamente una legión de ángeles baje del cielo con instrucciones del Altísimo para ungir a nuestros gobernantes, debemos concluir que Churchill tenía razón y que la democracia, pese a sus limitaciones e imperfecciones, es la fórmula menos conflictiva para designarlos.
Sin embargo, el sistema debe depurarse y perfeccionarse para eliminar, hasta donde sea posible, el desorden, despilfarro, trabazón y anarquía en que actualmente nos encontramos a causa de una democracia que ha derivado hacia la demagogia y llevado a posiciones de poder a personas no calificadas para sus cargos.
Estudio crítico. Evidentemente, un estudio crítico de nuestro actual sistema político, complementado por una reforma a nuestra Constitución Política, es tarea reservada a especialistas, grupo al que el suscrito no pertenece, pero recordemos que la vuelta al mundo siempre comienza por los primeros pasos.
Me sentiría muy satisfecho si estas breves consideraciones lograran despertar algún interés en quienes, por su conocimiento y experiencia, pueden participar exitosamente en esta magna tarea.